Sebastián Galvis Arcila

Presiento que esa generación dispuesta a todo en Colombia, que tiene mucho que decir, que se mantiene en pie de lucha y que levanta la voz en contra de la opresión, el engaño y el despilfarro, es aquella que ha resultado de una pedagogía que no pululó en las aulas de los que hoy pasan los 35 años. Esta generación es distinta, lo sabemos; se atreve y eso es bueno; son los muchachos de las generaciones Y y Z, los nacidos desde los ochentas hasta el 2010 aproximadamente. Son los jóvenes que impulsan causas justas y que están dispuestos a llegar bastante lejos, muchas veces, dejando de medir consecuencias.
La educación que recibieron “los muchachos” que no creen en nacionalismos y ponen de cabeza la bandera por la indignación que les causa la situación actual del país, fue una variante de la educación tradicional centrada en el profesor, el respeto a las instituciones y la mecanización del saber. Estas generaciones fueron a la escuela, colegio y universidad a recibir una formación constructivista, donde el énfasis estaba en el aprendizaje personal, en los presaberes, en su motivación para el estudio y en sus intereses particulares. Esta es la lógica de la pedagogía que forjaron autores como Vygotsky, Piaget, Ausbel y Bruner, que muestra al estudiante destinado a la ignorancia siempre que no pueda interesarse por una asignatura o por el modelo por el cual la recibe.
Estas generaciones de la marcha fueron educadas para creer al menos ideológicamente en un aprendizaje divertido y no dolorosamente arcaico sobre la base de los derechos humanos, donde es el alumno y no el profesor la autoridad en el tránsito educativo. Aquí es el estudiante quien avanza según su mirada por el largo recorrido académico. Así las cosas, estas son generaciones que cambiaron las fórmulas de los exámenes por evaluaciones menos rígidas, porque se amparan en el valor de la diferencia y resisten el consenso desde el libre desarrollo de la personalidad. Son estas generaciones las que rechazan la educación anterior y se han empoderado de aquella idea del profesor como “accesorio”, ya no como una figura central dentro del proceso, sino como un facilitador y consultor. Por lo tanto, refiero a esa educación en la que cada quien hace lo suyo: el trabajo para mañana, el taller para la próxima semana o el proyecto de curso.
La educación que recibieron nuestros jóvenes redujo en gran manera la importancia otorgada al conocimiento, por la saturación de la información, lo que conlleva a la desesperanza que produce la incertidumbre de un mundo colgado en la nube, que se mueve a una velocidad vertiginosa.
Para mostrar que esto es cierto, piénsese en las voces actuales que atacan la memorización de conceptos o la inoperancia de tantos modelos teóricos que se aprenden por obligación en el colegio. Hoy los saberes esenciales son otros: manejo tecnológico, búsqueda de información y síntesis de contenidos para construir entregables. Esto es lo que los estudiantes necesitan.
Por lo expuesto, la pedagogía constructivista ha formado a hombres y mujeres que no consideran importante las asignaturas ni los títulos obtenidos, mucho menos a profesores que según esta mirada, ya no son expertos ni saben lo suficiente. Aquí se entiende que los profesores estamos para apoyar lo que hacen los estudiantes como unos destronados de los pulpitos de autoridad y relegados a un papel secundario que acompasa el desprestigio en el que ha caído el conocimiento. Nuestros jóvenes fueron educados desde una pedagogía que no cree en exigencias, que se opone a las reglas de conducta imperantes y a la convivencia que supera las diferencias.
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