Sebastián Galvis Arcila
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¡La espada de Bolívar ha vuelto, ya está en manos del pueblo! suena hermoso, ¿verdad? Pero tras el golpe de autoridad que ha dado el presidente de Colombia durante su reciente posesión, el significado del hecho hace parte de un mito que se viene construyendo a expensas del entendimiento racional, pues no es claro cuál es el Bolívar que aceptamos, el hombre real o el símbolo revolucionario que inspiró al M-19. Puedo no ser un experto en la vida del Libertador, lo que sí reconozco a simple vista es que ambas figuras no son las mismas.
Leyendo al Libertador en su versión humana durante el juramento de la Constitución de Colombia, dice: “Prefiero el título de ciudadano al de Libertador; porque éste emana de la guerra, aquél emana de las leyes. Cambiadme, Señor, todos mis dictados por el de Buen Ciudadano”. Bolívar supo que al ser un revolucionario exitoso y habiendo alcanzado las más admirables conquistas, se convertía en alguien peligroso que podía amenazar la soberanía nacional.
Ciertamente la espada de Simón Bolivar “siempre será de Colombia” tal y como lo promulgó en aquellos días, cuando también dijo: “No envainaré jamás la espada mientras la libertad de mi patria no esté completamente asegurada”. Pero eso no significa que su símbolo original sea el de la revolución para la gobernanza, sino el de la revolución para la emancipación. Es decir, la espada debe entenderse como representación de la gesta libertadora y no como un instrumento de mando que detentan quienes se sienten herederos del poder “legítimo”. Cuando ocurre esto último, el fetichismo se convierte en una estrategia para la manipulación de las masas que corrompe el sentido histórico del libertador, y a menudo esos objetos a los que se les atribuyen representaciones sagradas conllevan a divisiones y distanciamientos.
La espada de Bolívar se está proponiendo en el país como una magnificación del héroe revolucionario, como esfuerzo por reivindicar la fuerza sobre otras características importantes del libertador como fueron su pensamiento estratégico, su ideología, sus acciones determinantes, así como sus creaciones que se someten tristemente a la calamidad de las guerras. Pero para que esto sea cierto tengo que evocar de nuevo las palabras de don Simón en el Congreso de Angostura: “Yo no he podido hacer ni bien ni mal: fuerzas irresistibles han dirigido la marcha de nuestros sucesos: atribuírmelos no sería justo, y sería darme una importancia que no merezco”.
Con vileza, lo que tenemos hoy es una invitación a la divinización de la espada porque ésta concede las virtudes del libertador hostil y guerrero, para considerarla una posesión en disputa que otorga poder al estilo del arca de la alianza o el cáliz sagrado. En nuestro caso, la espada de Bolívar en la plaza pública significa una presunción del instrumento de la guerra libertadora para ofrecer continuidad a la guerra sociopolítica vigente. De ahí que el lema tras el robo de ese objeto a manos del M-19 fuera: “Bolívar, tu espada vuelve a la lucha (…) pasa a las manos del pueblo en armas”.
Aquí se entiende que el Bolívar que se nos presenta es uno sediento de sangre que marcha siempre a la consecución del poder, uno con odio perpetuo por los enemigos políticos. El abuso teatral en la imagen del libertador nos expone a un inicio de gobierno dramático que no conviene por ese amor abnegado que se inspira en el pueblo frente al presidente cuando no está cumpliendo ninguna función histórica del libertador. Esto puede ser inicio de un síntoma patológico social de concentración y monopolio del poder, y de consolidación de un proyecto político antidemocrático.
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