Pbro. Rubén Darío García


Llegamos al tiempo tan esperado: la Pascua. Durante cuarenta días la Iglesia nos ha preparado para que nos dejemos interpelar por la Palabra y permitamos que Dios pase por nuestra vida sanando, liberando, restaurando. Muchas esclavitudes, que encierran nuestra existencia, han salido a la luz y las hemos visualizado. Nos hemos confrontado con las relaciones habituales y se nos ha hecho ver la precariedad de nuestra voluntad; la fragilidad de nuestros propósitos; la facilidad con la que caemos en las tentaciones del poder, del tener y del placer; la vanidad y superficialidad en las que transcurre nuestra cotidianidad; la dependencia que nos han causado situaciones dolorosas del pasado; la codicia y la ambición que mueven nuestras intenciones; la afectividad desordenada que nos coloca bajo el dominio de nuestras pasiones y todas aquellas idolatrías, materializadas en el “becerro de oro” al que adoramos, mientras nos alejamos y abandonamos a Dios.
Jesús entra con poder en la Jerusalén de nuestra historia personal; allí nuestro espíritu alaba y glorifica al Señor y lo proclama como el Hijo de David que entra triunfante para destruir a nuestros enemigos e iluminar a quienes vivimos en tinieblas y en sombras de muerte. Jesucristo nos mira fijamente a los ojos y nos pide bajar de nuestra soberbia porque Él mismo desea entrar en nuestra casa para transformarnos desde dentro.
Él cargó nuestras enfermedades y sufrimientos en su Pasión, recorrió en su viacrucis todos los espacios de nuestra casa, para recoger la levadura descompuesta que nos fermenta para la muerte y absorbió en Él nuestras debilidades; nos hizo fuertes y vencedores del faraón opresor. ¡Qué Amor tan grande nos ha manifestado el Padre!, ¡qué incomparable misericordia ha tenido contigo y conmigo!, pues no nos ha entregado al poder de la muerte como merecían nuestros pecados, sino que, por su Hijo, nos ha liberado, nos ha sacado y nos ha adoptado haciéndonos herederos legítimos de su Reino.
Por su muerte en la Cruz, Jesús nos reconcilió con el Padre: Él descendió hasta el infierno para rescatar a Adán y a Eva, es decir a ti y a mí, nos tomó de la mano, nos sacó de la fosa y nos hizo ver la luz que no conoce el ocaso; nos devolvió la vida destruyendo nuestras cadenas y nos hizo caminar quitando nuestras vendas; nos abrió los ojos colocando en ellos el barro y lavándonos en el agua bautismal que hizo brotar de su mismo costado el viernes en la tarde y, para que todo fuese cumplido, nos calmó la sed, siendo Él mismo nuestra Agua viva. Es por esto por lo que Dios Padre lo ha resucitado de la muerte y con Él, tú y yo participamos de su Resurrección; el mismo Padre, por la entrega y obediencia de su Hijo, le ha dado el nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre.
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Jesucristo nos mira fijamente a los ojos y nos pide bajar de nuestra soberbia
Isaías 50,4-7; Salmo 21; Filipenses 2,6-11; Mateo 26,14-27,66
Delegado Arquidiocesano para la Pastoral
Vocacional y Movimientos Apostólicos
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