Pbro. Rubén Darío García


Pbro. Rubén Darío García Ramírez
Muy próximos ya a la celebración de la Pascua, la Palabra de este Domingo nos confronta con nosotros mismos para ayudarnos a descubrir el Amor de Dios, que no se fija en el pecado, sino que rescata al pecador. ¡Qué misericordia ha tenido el Padre con nosotros!
Los doctores de la ley y los fariseos llevan ante Jesús a una mujer que sorprendieron en flagrante adulterio. Era un caso grave porque, en caso de adulterio, no solamente se concedía automáticamente el divorcio -liberando al marido ofendido de toda obligación con esa esposa- sino que, además, la ley del pueblo judío condenaba a los adúlteros a morir apedreados… Sus familias quedaban manchadas por semejante desgracia: “Si se sorprende a un hombre acostado con unas mujer casada, morirán los dos: el hombre que se acostó con la mujer y la mujer misma. Así harás desaparecer de Israel el mal”.
Pero, bajo la administración del Imperio romano, los judíos habían perdido el derecho de aplicar la pena de muerte. Si Jesús hubiera aplicado la pena de muerte, hubiera violado la ley romana y hubiera sido acusado de entrometerse en los asuntos de la administración. Además, aplicar la pena de muerte, habría resquebrajado su imagen de hombre lleno de compasión y de todos modos habría ido contra sus propias disposiciones.
Aquí Jesús expone su sabiduría. No dice nada y el silencio genera nerviosismo entre doctores y fariseos. Escribe en el piso y luego dice: “Quien esté libre de pecado, le tire la primera piedra”. La Palabra de Jesús se dirigió a la conciencia de los acusadores quienes perdieron ante sí mismos la máscara de cumplidores exigentes de la ley y evidenciaron su verdadera intención, su trampa: Poner a Jesús delante de las autoridades romanas, acusándolo, y así lograr que ellos lo asesinaran.
Ninguno se consideró capaz de tirar la piedra. Queda solo Jesús con la mujer y mirándola a los ojos le dice, ¿quién te condena mujer? y ella mirando alrededor exclama: ¡Ninguno Señor! Y el Maestro le dice: “Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más”.
Jesús actúa con sabiduría y misericordia garantizándonos, con hechos reales, que el pecador arrepentido -dispuesto a luchar para no persistir en el pecado- es acogido inmediatamente en la Gracia del Señor.
Esta es la misma Palabra que nos salva, una Palabra de misericordia y de amor: “Yo tampoco te condeno”. Esta actitud de Jesús nos entusiasma a buscar la confesión y la alegría de experimentar el perdón, independientemente del mal que hayamos hecho. Este sacramento nos reconcilia y nos sana, nos fortalece para seguir venciendo nuestras debilidades e inadecuaciones.
Pensemos en nuestras fragilidades, luchas y caídas. Dios siempre está ahí. Nos extiende la mano en Jesucristo, nos rescata de la fosa. Hemos pecado como la mujer adúltera, pero que esta Palabra resuene con fuerza: “No peques más, yo tampoco te condeno”.
Isaías 43,16-21; Salmo 125; Filipenses 3,7-14; Juan 8,1-11
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