Pbro. Rubén Darío García


Pbro. Rubén Darío García Ramírez
Es importante que nos detengamos a meditar sobre el personaje que hoy nos presenta el Evangelio: “un mendigo ciego”. Está al borde del camino, sentado y pide limosna. En esa situación, oye un gentío que pasa y seguramente pregunta quién va por allí. Al oír que era Jesús, empezó a gritar: “Hijo de David, ten compasión de mí”. Gritó tan fuerte, que detuvo a Jesús. Es llamado por el Maestro y sus discípulos le dicen: “Ánimo, levántate que te llama”.
La situación del ciego, descrita, podría corresponder a cada uno de nosotros. Nuestra ceguera estará determinada, a lo mejor, por el apego a las cosas; por dar el primer lugar a lo que debería ocupar el segundo o el tercero; por ejemplo: cuántas veces damos prioridad al trabajo descuidando el tiempo para compartir con la familia; cuántas veces transformamos el dinero en un “dios” al cual le rendimos “culto”. Perdemos la alegría de gozar un día, porque las preocupaciones, prisas, aceleres no nos dejan disfrutar las cosas simples de la existencia.
La ceguera se acentúa cuando pecamos. El pecado es la ruptura de la relación con Dios, lo cual impide que seamos capaces de amar verdaderamente a quienes están a nuestro lado. Entonces el egoísmo, el individualismo, la soberbia, destruyen la capacidad de entrar en relación con el otro y servirle; terminamos matándole y quitándole del camino. Allí está la causa de la guerra, de los homicidios, de los robos, de la corrupción desenfrenada. Al no sentirnos amados, despreciamos la vida.
Como este ciego del Evangelio, debemos gritar: “Hijo de David, ten compasión de mí que soy un pecador”. Gritar en la Sagrada Escritura es “orar”. La oración, cuando se hace con la potencia del amor, llega hasta Jesús y lo detiene. Entonces Él mismo nos manda a llamar y siempre hay personas que nos conducen de frente a Él. El ciego del Evangelio, soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Soltar el manto significa dejar todas las seguridades en las cuales el ciego ha colocado toda su confianza. “Saltar” se dice en hebreo pesah, que corresponde al verbo pasah y se traduce al latín como pascua, hace alusión al paso del Señor por las casas de los Israelitas mientras hiere a los egipcios. Acercarse es propio del que llega a conocer. Así nosotros, quienes pasamos ciegos por la existencia, estamos llamados por Jesucristo a dar sentido, luz y felicidad a nuestra vida. Esto exige en primer lugar “soltar el manto”, esto es, dejar todas nuestras seguridades, para tener la única seguridad verdadera: “Dios”. De la misma manera, podemos hacer “pascua”, es decir, pasar de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, de la incapacidad de amar a ser capaces de dar la vida por los demás.
Si el Señor nos preguntase hoy: “¿qué quieres que haga por ti?”, ¿qué responderías? A lo mejor le pediremos cosas que al final no necesitaremos para nada. El ciego del Evangelio le pide: “Señor, que recobre la vista”. Aquí está nuestro grito, nuestra oración verdadera: pedir a Jesús que nos abra los ojos y nos deje ser plenamente felices. Esto no se consigue sino amando y sirviendo.
Cando lleguemos a tener la fe adulta, es decir, cuando lleguemos a conocer a Jesús, entonces podremos estar ya no al borde del camino, sino en el camino y ya no necesitaríamos ser mendigos porque la vida se nos dará en abundancia. Entrará sanación a nuestra historia y podremos orar al Padre diciendo: “Padre, enséñanos a calcular nuestros años, danos a conocer nuestro fin”. Los invito, amigos lectores, a dejarse descubrir la ceguera y a permitir que recuperes la vista.
Director del Departamento de estado laical de la Conferencia Episcopal de Colombia
Jeremías 31,7-9; Salmo 125; Hebreos 5,1-6; Marcos 10,46-52
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