Pbro. Rubén Darío García


Pbro. Rubén Darío García Ramírez
Es preciso que revisemos nuestra semana. Las noticias registran situaciones más que dolorosas, amenazas a la existencia, al sentido de la vida, así como la búsqueda de respuestas a los sufrimientos presentes. Nos escandaliza tener que enfrenar más problemas, quisiéramos que la vida pasara en calma, sin preocupaciones.
Enfermedades, quiebras económicas, problemas familiares… Todo acontecimiento doloroso puede producir profunda desolación. Necesitamos la ternura, la caricia, la palabra de una madre que nos levante, nos consuele, nos sane. Así aparece en la Palabra de hoy Jerusalén: “Ella es la madre de la cual nos saciaremos de sus consuelos; hacia ella, el Padre hace derivar como un río la paz y como un torrente en crecida las riquezas”.
La Iglesia es madre y Maestra. Podemos compararla con Jerusalén. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, ella lleva en su carne el morir de Jesús. Nosotros por el Bautismo somos incorporados a este cuerpo y en cada uno de nuestros sufrimientos completamos aquellos que padeció Cristo por nosotros, para darnos la salvación y el perdón de nuestros pecados.
Es el momento de reflexionar y experimentar cómo el Padre “nos lleva en sus brazos y sobre las rodillas nos acaricia”. Detengámonos en esta imagen de fortaleza para enfrentar y manejar los momentos de tristeza y desolación, especialmente los que se escapan a nuestro control: “Como a un niño a quien su madre consuela, así los consolaré yo”.
Ante las realidades desoladoras del mundo, la Iglesia se presenta como la madre que puede dar sentido, consuelo y fortaleza a todos los seres humanos. Ella es sal, luz y fermento, está integrada por todos los bautizados. A ella (es decir a todos y cada uno de nosotros) Jesús le ha encomendado la misión: “Vayan y hagan que todos sean mis discípulos y bautícenlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, con el profundo deseo de que todos conozcan al Padre y a su enviado Jesucristo y lo puedan dar a conocer a un mundo que vive en “tinieblas y sombras de muerte”.
Este envío es “como ovejas en medio de lobos”, está marcado por la cruz. Sin ella, el bautizado no adquiriría sentido de misión. La cruz es el lugar de salvación; para nosotros es la fuerza de Dios. Es por esto por lo que, cuando vienen más tribulaciones, el espíritu se templa y madura. Ante un mundo escandalizado por el sufrimiento, nosotros los bautizados le damos sentido a dicho sufrimiento. No sobra recordar que, como Iglesia hemos de atender con grandeza al hermano atribulado, al débil, al desposeído: cuando yo estoy fuerte te apoyo y te apalanco contra la caída y, en otro momento, será tu presencia de hermano en Cristo mi sostén y compañía. Y juntos hacemos Iglesia dando a conocer a Dios Uno y Trino.
Nosotros, la Iglesia, estamos presentes en el mundo sin ser del mundo; nos vestimos como todos, pero no actuamos como todos. Mientras el mundo practica una cultura de muerte, nosotros proclamamos con nuestra forma de vida la cultura de La Vida. Nos juzgan y nosotros no juzgamos; nos golpean en la mejilla derecha y nosotros ponemos la izquierda; somos como otros “Siervos de Yahveh”: “Mientras nosotros morimos el mundo recibe la vida” (Cfr. 2 Cor 4,6ss).
En verdad, nos descubrirnos como cuerpo de Cristo, miembros de la Iglesia y vivir el significado de esta realidad, nos permite experimentar una alegría sin límites y una fortaleza ajena el genio del mundo. La fortaleza de Creer y vivir nuestras fe. ¡Qué alegría ser bautizados!
Isaías 66,10-14; Salmo 65; Gálatas 6,14-18; Lucas 10,1-12.17-20
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