Pbro. Rubén Darío García


Pbro. Rubén Darío García Ramírez
En muchas ocasiones hemos escuchado una expresión: ¡Usted si es muy tomasiano!, haciendo con ella referencia a la incredulidad del apóstol Tomás, narrada hoy en el Evangelio. Dicha “incredulidad” la comprendemos como el hecho de “No creer en la resurrección”. En verdad, meditando la Palabra en el contexto que nos presenta el evangelista, podríamos ver que la expresión de Tomás no va referida tanto al hecho de la resurrección cuánto a la imposibilidad del apóstol creer que, habiendo sido abandonado Jesús por todos los discípulos, excepto por Juan, en el momento más difícil de su misión, es decir, en el momento de la cruz, Él pueda de nuevo hacerse presente en medio de ellos, sin juzgar ni condenar, sino, por el contrario, ofreciéndoles su paz: “Mi paz les dejo”.
En una sola Palabra, es imposible para Tomás comprender tal “misericordia” del Señor. Lo “normal” hubiera sido cambiar de seguidores. ¿Cómo va a encomendar a un grupo de hombres que lo ha traicionado, la obra inconmensurable de la Salvación? Más aún, nos dice la lectura tomada de los Hechos que: “Por manos de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo”. ¿Tendrá tal misericordia el Señor, que concede a un grupo de “traidores” el poder de realizar en su nombre tantos milagros, pues “la gente sacaba los enfermos a las plazas y los ponía en catres y camillas, para que al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno”.
Mirando de cerca al apóstol Pedro, también podríamos preguntarnos lo mismo: “Un hombre que ha negado a Jesús tres veces, y que además , ante la afirmación hecha sobre él por una mujer: “Tú eres uno de los suyos”, el discípulo sobre el cual Jesús confía la Iglesia, se atreva a decir “Yo no conozco a ese hombre” y que la gente confíe sus enfermos para que al menos su sombra los llegue a cubrir, tiene que ser objeto de la misericordia impresionante del Señor.
En efecto, Jesús es el rostro de la misericordia del Padre. Ante una mujer que, por la ley, debe ser apedreada, su amor la defiende de sus acusadores y no sólo, sino que, con palabras muy determinadas le dice: “Yo tampoco te condeno”; ante la petición del hombre acusado de robo y que pende, como Él de una cruz, Jesús le anuncia que “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Después de su resurrección, convoca de nuevo a los apóstoles en Galilea y de modo particular pide que se le comunique también a Pedro.. (Mc 16,7) . Nuestro pensamiento lógico alza de nuevo la mano para hacer la pregunta: ¿Cómo puede llamar de nuevo a hombres que le han sido infieles y que, por miedo, le han dejado solo?
Estamos ante un Dios que nos descubre su amor en hechos concretos y nos desacomoda para que seamos capaces de “ver y creer”. Nuestros pecados, nuestras debilidades, nuestra infidelidad, nuestra traición, queda envuelta en la locura de su amor misericordioso. Un corazón que es capaz de abajarse a la miseria nuestra, para levantarnos de la postración y de la muerte. Un Dios que nos perdona cancelando toda deuda; que nos carga en sus hombros, cuando nos hemos perdido y revolcado en el pantano; un Padre que corre a nuestro encuentro cuando hemos decidido regresar a casa.
Qué bien podemos orar esta misma semana todos los días diciendo: “Alabemos al Señor porque es Bueno, porque es eterna su misericordia”; digan todos los fieles del Señor: “Eterna es su misericordia” (Cfr. Salmo 135,1-2)
Hechos de los Apóstoles 5,12-16; Salmo 117; Apocalipsis 1,9-11.12-13.17-19; Juan 20,19-31
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