Pbro. Rubén Darío García


El mensaje de la Palabra de Dios hoy está marcado por la pequeñez y la humildad. El profeta Zacarías enseña con una imagen definitiva: “Alégrate, hija de Sión; canta hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica. Destruirá los carros de Efraín, los caballos de Jerusalén, romperá los arcos guerreros, dictará la paz a las naciones… Dominará de mar a mar y su Reino no tendrá fin.”
El texto de Zacarías ya anuncia la persona y obra de Jesús quien nace en un pesebre despojado de toda seguridad, en una familia trabajadora, que vive como todos, sin ninguna pretensión de riquezas, fama o prestigio.
María encontró gracia ante Dios, por su pequeñez, reflejada en su absoluta confianza en Dios; y José, hombre sincero y transparente, es capaz de abandonar todo su ser y todos sus proyectos en Dios.
Se cumple lo que dice la primera carta de Pedro: “Revístanse todos de humildad en sus mutuas relaciones, pues Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (5,5).
Para vivir Vida Divina el único camino es la humildad. Nos impone vaciarnos de nosotros mismos para podernos llenar más de Su Gracia. El despojo de sí mismo permite acoger la voluntad de Dios en la existencia, es desplazar el “yo” para que en el centro de uno reine totalmente Cristo: “Ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).
A nuestra mentalidad se le dificulta comprender esta lógica de Dios porque desde niños se nos forma en un sofisma: “la necesidad de adquirir fama, prestigio y honores para poder experimentar la felicidad”. Es un engaño porque el término “fama” viene del latín “fumus” que significa “humo”. La fama es humo, se disipa fácilmente y pasa veloz. Y el prestigio y los honores, son como un soplo.
Todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido. La persona que entiende el mensaje del Evangelio no busca sentarse en los primeros puestos del banquete, se fija en el último y se ubica allí. Conocemos grandes sabios, docentes, investigadores que huyen de sus reconocimientos y prestan sus servicios sin pretensión alguna, y personas llenas de sencillez en quienes brilla el despojo de sí mismos. Personas que atraen con sus actos y su vida y tienen autoridad para tratar las cosas del mundo y encaminarlas hacia Dios. Dice Jesús:: “Te doy gracias Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a la gente sencilla”.
Nunca el hombre es tan grande, como cuando está de rodillas.; nunca es tan importante como cuando se hace el último y nunca tan gigante como cuando se hace pequeño. ¿Nos atrevemos a arrodillarnos?
Zac 9,9-10; Salmo 145; Rom 8,9. 11-13; Mt 11, 25-30
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