Pbro. Rubén Darío García


Este tiempo de Pascua es el tiempo en el que Dios vivo ha intervenido en nuestra historia y nos ha convocado a la vida: “Señor, me enseñarás el sendero de la vida”. Estos días nos permiten gozar de la presencia del Señor resucitado, el que nos fortalece en nuestra debilidad, nos ilumina los momentos de oscuridad y nos levanta con su mano si llegamos a caer. Hemos sido rescatados a precio de sangre y así nuestra vida ha adquirido de nuevo un sentido.
Ante el sufrimiento tendemos a desanimarnos y rebelarnos. La inclemencia del tiempo, que impone tantas dificultades a muchas familias de Caldas y del resto del País, puede desencadenar enojo con nosotros mismos, con otros y hasta con Dios: es un momento límite de nuestra vida en el que es la fe la que le imprime el sentido. El Evangelio nos cuenta cómo dos discípulos, después de presenciar el escándalo de la cruz —algo que no pueden comprender—, deciden regresar a lo de antes y emprenden el camino de retorno a Emaús. Van tristes, confundidos y decepcionados, con la esperanza truncada y las ilusiones rotas.
La experiencia de los dos discípulos es como la nuestra. Ante las situaciones que no comprendemos y cambian nuestra historia en segundos —enfermedad, quiebra económica, traición, desastres naturales—, tendemos a querer volver atrás. Cuántos vicios e inadecuaciones que ya habíamos superado pero el desconcierto nos hace retornar abatidos y decepcionados de la vida. Es aquí cuando interviene un extraño, que no reconocemos pero que dialoga con nosotros para mostrarnos el sentido, el “para qué” de lo acontecido. Comenzando a leer las acciones de Dios en nuestra vida, este “forastero” —que es Jesús resucitado— nos abre los ojos y nos enseña a leer nuestra propia historia a la luz de la fe.
Jesucristo ha vencido a la muerte muriendo en una cruz, para que tú y yo podamos tener la vida que no tiene fin. En la fracción del pan, el “forastero” que nos hizo arder el corazón mientras nos enseñaba el sentido de la cruz, adquiere rostro, se deja ver, porque ha resucitado. Porque es en la Iglesia donde Jesús aparece resucitado, en aquella manera de amar que el mundo no tiene porque no lo conoce: amor al enemigo, al que me destruye, al que me desinstala o me desacomoda.
Con el espíritu de Jesús resucitado en mí, amo sin medida y hasta que duela y cuanto más difícil, más valioso. Necesitamos “héroes” que estén dispuestos a morir para que los demás vivan, dispuestos a donar su vida para dar sentido a la vida de los otros.
Delegado Arquidiocesano para la Pastoral
Vocacional y Movimientos Apostólicos
Hechos 2,14.22-33; Salmo 15; 1Pedro 1, 17-21; Lucas 24, 13-3
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