Según los evangelios, muchos milagros de Jesús suceden con ciegos, cojos, sordos… Cuando el Señor los toca, regresa la vista, se recupera el movimiento, se escucha de nuevo. De la oscuridad se pasa a la luz, desde las tinieblas llega la claridad, pasa la tormenta y regresa la calma. El mensaje es definitivo: el Reino de Dios es alegría, gozo y esperanza y, viviendo en él la vida se vuelve perfecta.
Fuera del Reino, por la ausencia de relaciones, la existencia es difícil y amarga; hay infidelidad; brota la injusticia oprimiendo a los más débiles; aumenta el hambre. Nos hacemos insensibles al sufrimiento de los demás, buscamos únicamente nuestro provecho, a toda costa, aun pasando por sobre los otros; nos convertimos en verdugos de quienes nos rodean, juzgamos y condenamos, despreciamos al que no tiene y nos volvemos hipócritas ante los que tienen.
La segunda lectura nos habla de ceguera: “A la asamblea entra un hombre con sortija de oro y traje lujoso y al mismo tiempo entra un pobre con traje mugriento”. Cuando atendemos bien al de sortija y despreciamos al pobre, somos ciegos, sordos y mudos. No vemos en el pobre a Cristo, no escuchamos su Mensaje, no podemos hablar de Él. En la vida cotidiana nuestras relaciones se basan en el poder y el dominio, manipulamos los sentimientos para obtener nuestros objetivos, prestamos ayuda no por amor, por interés. Participamos de robos y asesinatos, somos gestores de la injusticia de tantos y cómplices del “silencio de los buenos”.
Cuando oramos el Padre Nuestro y decimos: “Venga a nosotros tu Reino”, estamos pidiendo que nuestras relaciones se transformen en relaciones de Reino de Dios, en donde veamos en el otro a Cristo. Cuando el esposo grita a la esposa o ambos se ultrajan, cada uno se está viendo a sí mismo, sus intereses propios y esas relaciones no son de amor sino de esclavitud y dominio. Al faltar al respeto se entra al terreno de la violencia intrafamiliar, con los hijos y entre ellos y en la relación hijos-padres; se destruye la paz del hogar y se cae en mutua destrucción. Las palabras soeces y cargadas de resentimiento hieren la historia de la persona, hay palabras duras que jamás se olvidan.
Necesitamos que Jesucristo entre en contacto con nosotros y toque nuestros ojos, oídos y lengua; que por su Palabra transforme nuestros corazones y nuestras mentes. Sólo Él puede destruir nuestra muerte y abrirnos a la experiencia de cielo: “Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, se abrirán los oídos sordos, saltará el cojo como un ciervo y cantará la lengua del mudo”.
Con Jesús, en los hogares resecos “brotarán aguas” y las relaciones destruidas se restaurarán por el perdón: “El páramo se transformará en estanque, el suelo sediento en manantial”. Como una nueva creación, dejemos que Jesús meta sus dedos en nuestros oídos y toque con su saliva nuestra lengua, que su Palabra resuene en nuestro corazón: “Effetá”. Así podremos comprender nuestra historia, leerla a la luz de la fe, escuchar la voz de Dios en el susurro del viento y proclamar con ardor que el Amor vive.
La Palabra de hoy es una buena noticia que nos cuestiona: ¿nos abrimos al Reino de Dios, escuchamos su Palabra, la vivimos y la anunciamos? Difundámosla, seamos evangelización, porque: ¿Cómo voy a invocar a aquel en quien no creo? Y ¿cómo voy a creer si no he escuchado hablar de Él? Y ¿cómo voy a escuchar si nadie me predica? Y ¿cómo va a predicar si no hay quién sea enviado? Bienaventurados los pies del mensajero que trae la Buena noticia (Cfr. Rom 10,14).
Director del Departamento de estado laical de la Conferencia Episcopal de Colombia
Isaías 35,4-7ª; Salmo 145; Santiago 2,1-5; Marcos 7,31-37
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