Pbro. Rubén Darío García Ramírez
Conversión significa girar, dar la vuelta, cambiar de rumbo. Cada día es una oportunidad para renovarse, para salir de aquellas situaciones que esclavizan, que oprimen, que desgastan. En realidad nos acostumbramos a estar ahí, dando vueltas en el mismo sentido, como anclados, nos quedamos revolviendo la basura del pasado. Imaginamos y nos disculpamos diciendo: “Esto pudo haber sido… pero no fue”. Y así recorremos nuestra existencia pasando los años, en muchos de ellos… sin sentido.
Jonás llegó a Nínive y comenzó a pregonar la necesidad de conversión en la ciudad. Lo verdaderamente importante aquí es que los habitantes escucharon e inmediatamente entraron en penitencia y giraron sus vidas abandonando su mala conducta y mirando de nuevo al Señor: “Entonces experimentaron su misericordia”. Jesús cuando llegó a Galilea comenzó a proclamar el Evangelio de Dios diciendo: “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios, conviértanse y crean en el Evangelio”.
Los invito a entrar un poco en la historia y a preguntarse: ¿de qué necesito convertirme? Es necesario detenerse y reflexionar. La prisa de cada día impide que nos demos cuenta de aquellas realidades que nos oprimen y hacen sufrir. Nos acostumbramos al pecado y cuando se nos anuncia que es necesario abandonarlo nos cuesta porque ya estamos habituados. Es como si fuéramos ciegos de nacimiento, nos hemos acostumbrado a estar ciegos y creemos que “no necesitamos la vista”.
Si la mentira se nos volvió costumbre y así mismo la injusticia, la fornicación, el robo, el adulterio, el engaño, la traición el anuncio de la conversión se vuelve algo incómodo y molesto, a tal punto que entramos en la justificación defendiéndonos o acusando al que me denuncia el pecado diciendo: “no se meta en mi vida, viva usted como quiera y déjeme vivir a mí como se me dé la gana”. Esta manera de reaccionar es consecuencia de la soberbia, ya que ella no deja reconocer nuestra falta, nuestro pecado, nuestra equivocación. Este primer pecado capital nos hace creer que estamos obrando muy bien y que los demás son quienes están perdidos.
En el fondo de esta situación se agazapa el engañador y basta que caigamos en la tentación que nos ofrece para que de un salto tome posesión y control de nuestra voluntad, de nuestra conciencia, de nuestros pensamientos y de nuestro espíritu. Nosotros mismos, por nuestras propias fuerzas, no tenemos la capacidad de desatarnos. Necesitamos del único que ha vencido al tentador: Jesucristo. Él, ha nacido en un pesebre, despojado de todo aquello que para nosotros se convierte en seguridad; nos ha enriquecido con su pobreza y nos ha deificado por su divinidad. Él es el Pan que ha bajado del cielo para que comiéndolo tengamos vida en abundancia: “Quien come mi carne y bebe mi sangre no morirá para siempre”; Él ha vencido nuestra muerte dejándose matar con una muerte de cruz. Y, por su resurrección, nos ha hecho capaces de vencer dentro de nosotros la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza. Por el bautismo, esta realidad de muerte ha sido sumergida en el agua que da la vida. Ya no nos morimos, porque la muerte ya no tiene poder en nosotros.
Dejémonos reconciliar por Cristo; entremos en la conversión definitiva de nuestra historia; con la ayuda del Señor, abandonemos todo aquello que nos hace habituarnos a la realidad del pecado en nuestra existencia. Permitamos que el amor de Dios tome posesión de cada uno de nosotros, no tengamos miedo, dejémonos amar. Si los habitantes de Nínive escucharon la voz del Profeta y se convirtieron, nosotros que escuchamos la Palabra del Señor en la Eucaristía, que comemos su Cuerpo y bebemos su Sangre, que formamos parte de alguna comunidad o crecemos en algún movimiento apostólico, ¿cómo es que seguimos en la misma oscuridad y en el sinsentido? Escuchemos y hagamos propias estas palabras de Jesús: “Conviértanse y crean en el Evangelio, porque cerca está el reino de los cielos”.
*Director del Departamento de estado laical de la Conferencia Episcopal de Colombia
Jonás 3,1-5.10; Salmo 25; 1 Corintios 7,29-31; Marcos 1,14-20
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