Pbro. Rubén Darío García


Los dos discípulos de Emaús, que regresan tras asistir al sacrificio de la Cruz, reflejan nuestra vida. Algunos exégetas piensan que los discípulos en cuestión son Cleofás y su esposa, lo que convertiría a la familia en la primera escucha del anuncio de la resurrección y la llamada a ser el hogar la primera escuela de la fe. Otros biblistas piensan que uno de los dos discípulos somos nosotros, a quienes se dirige la buena noticia de la resurrección de Jesús y el envío a anunciar a todos que “el amor está vivo”.
Hoy, la Palabra resuena especialmente, por la experiencia de aislamiento, y nos facilita la lectura con los ojos de la fe. Los dos discípulos van desolados por la cruz; no pueden aceptar ni comprender que aquel en quien pusieron su confianza y seguridad haya sido entregado, vendido, torturado y clavado en el madero destinado a los malhechores: “Maldito el que cuelga de un madero” (Dt 21,23).
Entre esta tiniebla aparece un forastero que camina y dialoga con ellos. Les explica las escrituras, les ayuda a ver con los ojos de Dios el acontecimiento que acaban de presenciar. Es el Plan de Dios. “Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose Él mismo maldición por nosotros” (Gal 3,13). “Siendo de condición divina, no reivindicó su derecho a ser tratado igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de esclavo” (Filp 2,6-11). Los discípulos recuperan la esperanza y quieren seguir con el forastero.
Al atardecer , el peregrino hace ademán de seguir, pero le suplican que entre en la casa para quedarse. Con los ojos obcecados los discípulos no comprenden aún que la cruz es el instrumento divino que permitió rescatar al ser humano de la muerte para devolverle la condición original del paraíso; que El Mesías padeció para poder entrar en la gloria del Padre; que Muriendo, Jesús destruyó nuestra muerte y resucitando, nos restauró vida.
Ya en la casa: “Lo reconocieron al partir el pan”. La fracción del pan es el inicio de la vida cristiana, la Eucaristía. La comunión en el cuerpo y en la sangre de Cristo abrió los ojos de los discípulos y ellos quisieron regresar a la comunidad para anunciar con su vida que habían visto al Señor y habían comido con Él.
Aquí estamos incluidos todos porque el sufrimiento nos escandaliza, luchamos por evitar el dolor y nos revelamos si vemos que alguien sufre. Nos cuestionamos por qué, siendo Dios Él bueno, pueda haber mal en el mundo. Cuando Jesús entra como forastero hace caer en la cuenta a sus discípulos de que “era necesario que el Mesías padeciera para poder entrar en su Gloria”, resucitado por el Padre: “Por la cruz a la Gloria”.
La Pascua nos saca de las sombras. Hoy resucitamos al ver con otros ojos la historia presente y nos dejamos lavar y purificar en las aguas del bautismo. Somos criaturas nuevas, nuestros criterios sobre el mundo cambian, ganamos en discernimiento: “Ay de quienes llaman bien al mal y mal al bien; que toman la oscuridad por luz y la luz por oscuridad; que dan lo amargo por dulce y lo dulce por amargo” (5,20).
Jesucristo resucitó, lo reconocemos en la fracción del pan. Ahora podemos enfrentar cualquier eventualidad con la fe puesta en el Señor. Podemos caminar como hijos de la luz; dar testimonio de la verdad en un mundo exaltado por la mentira; y proclamar la vida en una época de cultura de muerte.
Se cumple la palabra del libro del Apocalipsis: “Enjugará las lágrimas de sus ojos y no habrá ya muerte ni llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo habrá pasado; voy a hacer nuevas todas las cosas” (21,4).
Hechos 10,34ª. 37-43; Salmo 118; Colosenses 3,1-4; Lucas 24,13-35
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