Pbro. Rubén Darío García

Dice la Palabra de Dios: “La salvación no tiene límites raciales o espaciales o culturales”. En la pedagogía divina, Israel comprende que la elección no es un privilegio sino una misión para cumplir con todos los pueblos de la tierra: “Yo te haré luz de las naciones para que lleves mi salvación hasta los confines de la tierra” (Is 49,6).
Jesús anuncia que, a la mesa del Reino de Dios, llegarán extranjeros (“perros”) de occidente y de oriente ( Cfr. Mt 8,11). En efecto, una mujer cananea, indígena de la región sirofenicia, que tiene su hija enferma, grita a Jesús: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David”. Su insistencia y su actitud al decirle “Señor”, postrándose ante Él, revela el proceso de fe y conversión del mundo pagano y anuncia una nueva dimensión del anuncio con la respuesta del Maestro: “Mujer qué grande es tu fe”. Se cumple así lo que proclamó el profeta Isaías: “A los extranjeros que se han dado al Señor, para servirlo…los traeré a mi monte santo…” “En aquel momento quedó curada su hija”.
El libro del Apocalipsis, compuesto hacia el año 100 de nuestra era, revela que “la Iglesia será una multitud inmensa de toda nación, raza, pueblo y lengua” (7,9); lo que indica desde muy temprano la concepción misionera de la Iglesia y su carácter católico, es decir, universal. En la carta a los gálatas san Pablo lo formaliza: “no hay ya judío ni griego, no hay ya esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo” (3,28).
Esta nueva dimensión de la Iglesia está representada en la nueva Jerusalén, cimentada sobre el monte santo: todos los pueblos de la tierra confluirán en ella y tendrán allí su ciudadanía. El salmo 87, himno a Jerusalén, madre de todos los pueblos, anuncia que en ella serán contados “Egipto y Babilonia entre los fieles del Señor… filisteos, tirios y etíopes han nacido allí”. Además agrega algo sorprendente: El Señor escribirá en el registro de los pueblos, “Éste ha nacido allí…y cantarán mientras danzan…Todas mis fuentes están en ti”.
Históricamente los llamados paganos y gentiles fueron quienes acogieron en mayor número la Palabra del Señor: En el siglo II, en la ciudad de Antioquía, se vio la necesidad de dar un nombre a quienes se convertían y llegaban a creer en Cristo. A aquellos que en el primer siglo eran llamados “los santos”, ahora se les comenzó a denominar “cristianos”. Así se involucraba tanto a judíos conversos como a los gentiles que llegaban a aceptar la fe.
Esta apertura a los pueblos extranjeros determinó la característica esencial de la Iglesia católica: Ella existe para evangelizar. Su misión es anunciar la buena noticia hasta los confines del mundo. Así fue la instrucción que Jesús dio a sus discípulos: “Vayan y hagan que todos sean mis discípulos y bautícenlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…y yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,19).
La Iglesia crece no por proselitismo, sino por contagio. Esta expresión significa que nuestras actitudes y manera de ver la vida tocan a una persona y la inquietan suscitándole preguntas que pueden conducir a una posible conversión. El Evangelio no se impone, se propone. Ahí está nuestra tarea como bautizados, hacer que todos, con nuestro testimonio, conozcan al Señor Jesucristo y lleguen a seguirlo amándolo. ¡Qué reto y qué tarea estamos llamados a asumir cotidianamente! Ánimo, el Señor está con nosotros.
Isaías 56,1.6-7; Salmo 66; Romanos 11,13-15.29-32; Mateo 15,21-28
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