Despuntando el siglo XXI, la destacada profesora y politóloga inglesa Mary Kaldor presentó sus estudios y tesis sobre las ‘nuevas guerras’, aquellas que habían reemplazado a las que tuvieron como paraguas la Guerra Fría. Kaldor hizo una muy pertinente descripción y tipología de los conflictos bélicos que ya no obedecían a la puja capitalismo-comunismo, sino a tensiones entre grupos nacionales, raciales y culturales, de la mano de nuevos caudillos mezquinos y hambrientos de poder. Su más detallado estudio de caso fue la explosión de Yugoslavia y las guerras sucedidas en los Balcanes. También sirven de ejemplo de las ‘nuevas guerras’, todos los conflictos sangrientos que estallaron al interior de lo que fue la Unión Soviética, algunos de los cuales siguen vivos, como la puja entre Armenia y Azerbaiyán en torno a la región de Nagorno Karabaj. Partiendo de la caracterización radicalmente diferente de las guerras después de la caída del Muro de Berlín, respecto de las guerras periféricas de la Guerra Fría, Kaldor establece entonces una frontera entre unas y otras.
Pues bien, la actual tragedia de violencia que vive Colombia me trajo a la mente aquello de las “nuevas guerras”, ante la evidencia de una réplica doméstica de lo que la profesora Kaldor destacó a nivel internacional. El punto de quiebre, algo arbitrario, para el establecimiento de estas nuevas guerras en nuestro país es el acuerdo de paz entre las Farc y el Estado. Sin duda, antes de este pacto de terminación de una guerra, era evidente y clara la existencia de un desafío militar y político al Estado Nacional, pues la pretensión de las Farc, así no tuvieran ningún chance, era el cambio de Estado. Una de las virtudes del acuerdo de paz, fruto de las negociaciones de La Habana, fue desactivar esta tensión, la cual tenía un costo humano, político y militar enorme para el país.
Pero como no podía ser posible tanta dicha, desde antes de tener establecida esta paz, ya estaban entrando en ebullición nuestras ‘nuevas guerras’: las disidencias por aquí, los nuevos narcoparamilitares por allá, el Eln degradado más allá, los Pelusos, los Caparrapos, los carteles mexicanos, y toda una pléyade de bandas siniestras, macabras, crueles a más no poder. En este momento vemos como poco a poco se empieza a perder lo que nos dejó La Habana.
Como bien lo describió Gustavo Duncan en su libro ‘Los Señores de la Guerra’, esta nueva violencia no pretende el poder nacional, pero busca consolidar poderes regionales, especialmente en zonas periféricas y marginadas de la geografía nacional. Feudos criminales que doblegan y someten a un Estado impotente, que desnudan todos sus defectos.
Al gobierno Santos le cabe responsabilidad en esta situación, pues no fue capaz de contener la arremetida de los bandoleros en pos de quedarse con las regiones que dominaban las Farc. Diera la impresión de que una vez logrado el acuerdo final de paz, luego de una oposición feroz por parte de la extrema derecha y principalmente de Álvaro Uribe, el gobierno Santos se hubiera desentendido del tema, pareciera que estaba extenuado para seguir adelante. Pero le cabe una mayor responsabilidad a este gobierno, al presidente Duque, pues su desdén por la implementación del acuerdo de paz y la ausencia de una clara estrategia de contención de la creciente violencia y poder de los grupos armados ilegales, han contribuido de gran manera a la gestación de esta pesadilla. El presidente solo responde con grandilocuencia y voz mayestática al reto, con una retórica arcaica que de nada sirve para contener y doblegar a los criminales. Eso de que el crimen no paga solo fue un eslogan efectista de campaña.
Aunque en el fondo nuestras nuevas guerras tienen mucho de viejas, halando la cuerda podemos ver que se atan a todas las guerras que hemos vivido en dos siglos, hasta llegar a los orígenes de la república. Las del siglo XX y las actuales se han alimentado del abandono y marginación de millones de personas, especialmente del campo, de una corrupción diabólica, de gobiernos banales y superficiales, como el actual, de la indolencia de las élites, y de una clase política vulgar e impúdica.
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