La pandemia del Covid modificó muchas cosas. Lo que parecía estable y permanente comenzó a ser volátil y su existencia incierta. Desde los fenómenos globales hasta los individuales e íntimos se han visto alterados. Una confirmación más de que todo cambia permanentemente, como lo dijo Heráclito en la Grecia antigua y como lo pregonan sistemas de cosmovisión de Oriente de más de veinte siglos de existencia.
Desde hace unos meses hemos escuchado y leído sobre la escases mundial de microchips (también simplemente chips), aquellas pequeñísimas piezas de la electrónica que están en todos los aparatos modernos que podamos imaginar: carros, aviones, teléfonos celulares, computadores, y especialmente en los artefactos que hacen posible la operación de fuentes de energía renovable o verde, tales como torres de energía eólica y paneles solares, con sus respectivas turbinas. Los microchips equivalen hoy a los glóbulos rojos de nuestra sangre, sin ellos no hay vida, en el primer caso económica y social, y en el segundo biológica.
La pandemia obligó a cierres de fábricas de microchips, principalmente en Taiwán, primer productor mundial, así como en China; además, el encierro hizo que creciera la demanda de aparatos electrónicos que requieren de los chips, como computadores, teléfonos y consolas. Entonces, poca oferta y mayor demanda alteraron el mercado. Por ejemplo en Brasil, varias plantas gigantescas de ensamblaje de carros han parado su producción por largos períodos. También en esta escasez han jugado su papel dos hechos: no es fácil montar de un día para otro una fábrica de chips, pues se requieren máquinas de rayos ultravioleta extrema, las que produce básicamente Holanda; y algunos de sus componentes, presentes en las denominadas ‘tierras raras’, también escasean.
Las tierras raras es el término con el que se agrupa a un amplio conjunto de elementos químicos, todos exóticos en su nombre: escandio, itrio, lantano, cerio, praseodimio, neodimio, prometio, samario, europio, gadolinio, terbio, disprosio, holmio, erbio, tulio, lutecio. La oferta actual de estos productos es muy inferior a su demanda y además está concentrada en un 80 % en China. Y se estima que su demanda crecerá exponencialmente en el futuro inmediato. Se puede decir que sin tierras raras la máquina económica se paralizaría. Por eso su explotación y tenencia es un asunto de geoeconomía y geopolítica. Ahora bien, los elementos agrupados en las tierras raras no son necesariamente escasos, lo que sucede es que no se encuentran en estado puro y su extracción implica separarlo de otros elementos e ‘impurezas’.
Y ahí está el problema, su extracción y proceso industrial son muy riesgosos ambientalmente y si bien muchos de los productos finales a los que van destinados hacen parte de la necesaria reconversión energética, el camino para llegar a estos bienes finales está minado de daños y peligros ambientales. Por ejemplo, los chinos usan ácidos muy agresivos para separar los elementos presentes en las tierras raras y ya se han presentado contaminaciones de fuentes de agua por filtraciones de aguas residuales con presencia de material radioactivo. Por su parte el litio, que no es tierra rara, se extrae en Argentina y Chile, donde está causando graves alteraciones ambientales en ecosistemas muy frágiles, con serias afectaciones para la disponibilidad de agua. El litio se utiliza para la producción de baterías para carros eléctricos.
Los grandes avances tecnológicos de los últimos veinte años en la electrónica, y de los que todos nos beneficiamos, han llevado a que muchos metales y elementos químicos presentes de manera limitada en la tierra se hayan consumido más que en todo tiempo pasado. Según la científica española Alicia Valero, experta en ecología industrial, el mundo entero se ha lanzado a una electrificación de tal tamaño que no habrá posibilidad de sostener el suministro de las materias primas necesarias para abastecer la demanda.
Al final de todo esto queda en evidencia que los patrones de producción y consumo que operan en el mundo son incompatibles con la posibilidad de que el planeta, como lo hemos conocido, con toda su belleza, exuberancia y delicadeza, pueda sobrevivir. Y sin ese planeta tampoco sobrevivimos los humanos. Un sistema económico que tiene como premisa nunca dejar de crecer es lo más parecido al cáncer, el cual implica la multiplicación permanente de células y tejidos sin control alguno hasta matar a su anfitrión. El espíritu de la sociedad y los individuos tiene que cambiar para poder sobrevivir, la codicia nos está matando.
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