Ricardo Correa


El pasado sábado 3 de agosto fue asesinado el exguerrillero de las Farc Pedro Pablo Montoya, cuyo nombre casi nadie recuerda. Pero si hablamos de ‘Alias Rojas’ mucha gente si lo tendrá presente como quien asesinó a su jefe de la guerrilla, Iván Ríos, en 2008, con una certera bala en la frente y luego le cortó una mano para tener una prueba contundente y cobrar la recompensa de 8.000 millones que se ofrecía por el miembro del Secretariado de las Farc. Montoya o Rojas vivía desde hace unos años en una finca de Manzanares-Caldas y se dedicaba a los oficios de cualquier campesino o agricultor de la región, del país.
Esta historia, que pareciera única: un sanguinario forajido que comete los más variados y graves delitos y que somete a sus víctimas al más cruel de los tratos, completando su vida criminal con la traición y muerte de su jefe, no es más que la repetición sin pausa de la historia de Colombia desde su misma fundación. Siempre han sido los campesinos y los más humildes los que han llenado las filas de todos los ejércitos. Sin respiro, guerra tras guerra, década tras década, siglo tras siglo, nuestra historia se repite, como un purgatorio circular del que no logramos salir.
En el siglo XIX, despuntando la república, ya se enfrentaban los centralistas con los federalistas, los poderosos de las regiones entre sí y todos juntos con los poderosos de otras regiones. Más adelante gobiernos anticlericales deciden clausurar conventos y arrinconar a la Iglesia Católica y reciben la respuesta armada de gamonales locales. A mediados del siglo el mercantilismo librecambista se opone a las economías locales y a los artesanos y da para una guerra. Más adelante los liberales se levantan contra Mariano Ospina Rodríguez, fundador del Partido Conservador, para luego ser los conservadores que se rebelan contra los gobiernos de los liberales conocidos como el ‘Olimpo Radical’, lo que nos lleva a la Regeneración de Núñez que desemboca en la muy cruenta Guerra de los Mil Días, con la que comienza el siglo XX. En todas y cada una de las guerras del primer siglo de vida republicana, fueron unas élites las que instigaron y prendieron fuego y los siervos, esclavos, campesinos y pobres los que las pelearon. Por ejemplo, los grandes generales del Cauca, eran en buena medida generales por las grandes haciendas que tenían y la cantidad de ‘soldados’ que sumaban a sus ejércitos, quienes al terminar la guerra, regresaban, si lo lograban, a su condición de siervos o peones.
En el siglo XX la cosa no cambió: la Guerra de los Mil Días, 1899-1902, fue una verdadera carnicería, 150.000 muertos, lo que teniendo en cuenta la población del país para el momento -4 millones y medio de habitantes, es como si hoy en una guerra civil murieran millón y medio de personas en tres años. En la Violencia de los años cincuenta, incubada en la década anterior por la guerra fría entre conservadores y liberales, los cálculos se aproximan a los 300.000 muertos, la gran mayoría civiles. Las masacres eran cotidianas y los actos inhumanos dan escalofrío al leer los relatos. Y justo terminando esta guerra despunta la penúltima, la de las guerrillas comunistas contra el Estado, de la cual fueron también protagonistas los paramilitares, y que dejó millones de víctimas y más de 200.000 muertos. La última, difusa y de muchos actores, es la que vivimos en este momento.
En todas y cada una de estas guerras los soldados vienen de abajo, salen de los más pobres, los campesinos, los indígenas, los negros. Los instigadores por lo general son parte de una misma dinastía que se adentra en la Colonia: los españoles, los criollos, los señores terratenientes y políticos del siglo XIX, los políticos y ricos del siglo XX, la mayoría de gobernantes, los promotores del paramilitarismo, los ideólogos de la izquierda y parte de los jefes guerrilleros. Todos convertidos en algún momento en insensibles pirómanos mientras se quema la carne de los que no pueden decidir su destino, de sus marionetas de guerra.
Doscientos años es más que suficiente. Ya es hora de hacer las cosas de manera diferente. Si aprovechamos la conmemoración de dos siglos de independencia para ver más allá del Florero de Llorente y la Batalla de Boyacá, podremos servirnos de nuestra historia como fuente de inspiración y cortar definitivamente la violencia que ha sido consustancial a Colombia.
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