Pedro Felipe Hoyos Körbel


Fui la semana pasada a visitar a doña Ángela Botero, bella dama que, debido a la pandemia, no había visto por mucho tiempo. En la sala de la casa, casa que muchas veces frecuenté cuando con Ruben estábamos diseñando los 2 libros que le hice, había varias esculturas de él, inclusive 2 que no conocía. Instintivamente me asomé al patio interior y constaté que el Cristo grande seguía colgado ahí.
La obra de Rubén Estrada siempre me atrajo, porque nunca pude asociar el artista con la obra. Rubén no era el típico artista manizaleño, pero sí era un típico manizaleño. Durante las largas conversaciones que sostuvimos trataba de buscar nexos y no los encontraba y eso me causaba aún más asombro. Tuve la fortuna de estimar al hombre y la ventaja de admirar la obra.
Mientras Ángela preparaba tinto pude observar de nuevo las esculturas y emocionarme, otra vez, con las bizarras formas que Rubén plasmó. Sentí la estampida de sus guerreros a caballo que desconocen el espacio ya que se sienten dueños de él y vi las esculturas de varios frailes, en especial la de San Francisco, que parecían como sembrados en sus pedestales, firmes e inamovibles. Una de las virtudes de la obra escultórica de Rubén Estrada es que logró plasmar motivos de mucho movimiento como sus jinetes, o totalmente estáticos como sus crucifijos. ¿A eso se puede llamar dialéctica, o se le debe llamar maestría?
Rubén era un hombre espiritual, anclado en la religiosidad católica a pesar de que no supe si iba a misa. Como hombre de campo rechazaba ideas de cuño urbano y liberal que le asignan demasiada trascendencia al ser humano y sus capacidades. A pesar de la calidad y cantidad de los abonos y la aptitud de las semillas, es Dios el que señala el monto de la cosecha, eso lo sabía y lo aceptaba Rubén Estrada. A ese nivel, Rubén descubría una gran e interesante libertad, no sufría ningún tipo de soberbia como la de nuestro antepasado Adán. La naturaleza era su interlocutor constante, lo inspiraba. La armonía, la belleza y la perfección de la naturaleza eran temas recurrentes en sus charlas y es aquí donde se debe buscar el génesis del material con el cual Rubén armó su obra: la madera. No es viable imaginárselo manejando un pincel sobre una superficie. Serían el lienzo, el acrílico y el pincel unos incómodos intermediarios entre él y la naturaleza. Él exigía tratar con la fuente, de enfrentarse con los elementos de su obra directamente a pesar de que cuando empezó no sabía nada del manejo de la madera, así como él la quería ver exaltada. Fue un arduo aprendizaje que saturó su obra de una originalidad que no ha sido debidamente reconocida.
Una llamada distrajo a Ángela y pude bajar al patio interior y dejar que me impresionara ese gigante Cristo que hay suspendido de un gran muro. Entendí la fuerza de Rubén Estrada, esa capacidad de ser artista de gran formato. ¿Pensé cómo hubiera sido un jinete suyo en tamaño real? Tal vez fue esa la obra que le faltó por producir. Adorna mi habitación un Cristo de Rubén, pero de tamaño portátil. Esta obra es descomunal porque mide más de 2 metros. ¿Qué mira uno primero en ese gran Cristo? ¿Las manos, tipo Guayasamín, con sus dedos hirsutos? ¿O la cabellera del Redentor caída sobre ese divino rostro? ¿O los pies que María Magdalena ungió con finos aceites ahora atravesados por clavos? Yo observaba este Cristo en la perspectiva inversa del famoso Cristo de Dalí y veía en lo alto los hombros macizos del Hijo de Dios sobre los cuales perfectamente se puede acomodar el peso de todos nuestros pecados. Es una obra fuerte y dura, como solo puede ser la representación de la muerte de un Salvador. Conmueve ese magnífico Cristo escondido en una casa de familia en un barrio residencial de Manizales.
El 21 de marzo se cumplió por cuarta vez el día de la muerte de este hombre enamorado de su oficio que ejercía con la dedicación de un artesano. Era consiente Rubén que había encontrado, después de llevar una vida casi novelesca, su propósito en la vida.
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