Pedro Felipe Hoyos Körbel


No creo haber bautizado jamás una columna con un título tan dialéctico. A primera vista se percibe una contradicción, pero al mirar con atención se está hablando de lo mismo. Simón es un retoño de la más acrisolada manizaleñidad, un cuasiazuceno que estudió en la mejor universidad, de éxito internacional como arquitecto, y Eliseo fue un artesano con una genética donde lo africano prevalecía con todas las implicaciones sociales que eso tiene en nuestra racista Colombia, que talló una cabeza de fauno que sirvió para que la UNESCO declarara patrimonio de la humanidad toda una región. Creo que estos dos arquitectos se habrían entendido.
Simón Vélez recorrió Salamina con el ojo muy abierto y el corazón bien dispuesto. Admiró lo que queda en Salamina de su colega rionegrero y expresó su satisfacción, ya que no le era desconocido nada de lo que veía. Su ojo y su mente, tengo la impresión, trataron de recrear la Manizales de antes del incendio del 25, cuando las obras de grandes ebanistas como Gabriel Urrego se perdieron.
Igualmente me imaginaría a Eliseo Tangarife recorrer el Recinto del Pensamiento inspeccionando la obra de su émulo. Haría el recorrido por ese ordenado guadual y saldría con una sonrisa sopesando la creatividad de Vélez para producir una obra tan sólida como la misma guadua que él trabajó. Innovación y evolución, pensaría el protegido del padre Joaquín Barco, términos que no le eran ajenos.
Para el público salamineño fue una gran satisfacción oír decir a Simón Vélez en el lanzamiento del libro de Fernando Macías sobre Eliseo Tangarife que reconoce la tradición del bahareque de la Colonización Antioqueña como parte de su propia génesis, que, si bien él llegó a la guadua como hippie interesado en lo ecológico, no puede ignorar lo que hicieron los viejos con ese material. En Salamina se aplaudió a Simón Vélez, y se sintió con gusto ese espaldarazo que mucho tuvo de simbólico. Salamina vio cómo su arquitectura con la obra de Vélez recobraba vigencia. Frases como: El constructor de la Salamina antigua construía concibiendo su obra como un ornato público, calaron hondo. Se llegó a la conclusión que Salamina no era un museo sin vitrinas pero con balcones, sino una población cuyas casas viejas posen bastante savia nutricia, y que hacen falta no tanto restauradores, sino continuadores. La visita de Simón Vélez rejuveneció la ciudad que en pocos años cumplirá 200 años de fundada.
Tangarife tenía unos ideales como constructor muy parecidos a los de Simón Vélez, causan confusión entre si Simón es antiguo o si Tangarife era futurista, porque ambos piensan en las personas que van a vivir en sus obras y no en la plusvalía que están produciendo. Ambos le apostaron a la innovación. Tangarife dejó de lado la hoja de acanto y la reemplazó en sus trabajos con la flora local, rompiendo los cánones impuestos por revistas europeas del principio del siglo pasado. Tangarife, al igual que Vélez, nunca trabajó en serie, sino cada encargo era un nuevo reto para dar lo mejor de sí.
Simón Vélez es uno de los nuestros, porque señala la falta de estética en la arquitectura corriente. Él es un hombre que busca las proporciones, la armonía de las formas. Lo bello para él es un predicado y no un capricho del dueño de la obra. Las casas que diseña son para Simón Vélez hogares donde vive gente, en ellas nacen y en esas casas morirán.
Para mí fue un acierto haber convidado a Simón Vélez a escribir el prólogo de este libro patrocinado por la Fundación Escuela Taller de Caldas y el Paisaje Cultural Cafetero, y haber invitado a este importante maestro de la madera y la guadua a engalanar este homenaje. Aquellos que quieran conocer más a fondo qué opina Simón sobre Salamina, solo necesitan leer el prólogo de este libro y verán colmados sus anhelos de oír las ideas de este buen iconoclasta.
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