Pedro Felipe Hoyos Körbel


Las batallas refuerzan a la política. A este axioma tampoco se pudo escapar la Batalla de Boyacá, porque una vez enterado el gobierno español en Santafé de Bogotá de la derrota de su ejército, entra en pánico, ni siquiera capitula, y huye precipitado a Cartagena. Este golpe que desde un punto de vista castrense no es de talla, desestabiliza a España en la Nueva Granada. El 7 de agosto de 1819 la monarquía española vislumbra el fin de 300 años de gobierno y, ese mismo día, la democracia continúa hundiendo sus raíces en Colombia, ese es el importante balance de esta batalla.
Pero la historia, así como en la vida donde nada viene en blanco o negro, se debe leer con atención. Bolívar entró a la ciudad y jurídicamente no se sabe en calidad de qué lo hizo. Debería ser como conquistador victorioso, o sea en nombre de la fuerza bruta y no de la ley, porque no hay ningún documento que justifique las atribuciones que el Libertador se tomó: nombrar un gobierno y anexar a la Nueva Granada a la Colombia creada en Santo Tomás de Angostura pocos meses antes. A la gente no se le preguntó si quería ser parte de ese país, se partía del supuesto que desde el 20 de julio de 1810 la Nueva Granada quería sustraerse al dominio español. Festejaba Simón Bolívar esa victoria militar como y partió a Angostura para presentar informe ante el Congreso, y nombró en su reemplazo a Francisco de Paula Santander, a un general de 27 años, dotándolo de amplios poderes.
Este encargo fue muy complejo y sabía el Libertador que había escogido el hombre idóneo. Santander, oriundo de un pueblo pequeño, solo había vivido en Bogotá pocos años como estudiante becado. Obtuvo el título de bachiller en filosofía en el colegio de San Bartolomé donde su tío, el presbítero Nicolás Omaña Rodríguez, había sido rector y había empezado a estudiar derecho en el Colegio de Santo Tomás, pero iniciado el movimiento independista en 1810, del cual su tío era adepto entusiasta, Santander se vinculó de lleno, dejando sus estudios sin conclusión.
En una sociedad de castas como lo era la nueva granadina, este hombre era un amable provinciano que carecía de dinero, títulos o relaciones. Es cierto, la tremenda purga que había hecho el reconquistador Murillo en 1816, cuando ajustició a casi toda la inteligencia colombiana representada en cartageneros y payaneses, dejó con vida un magro capital humano, robándole al país sus mejores hombres. Aunque eso no impidió terminar con creces las labores iniciadas por hombres como Camilo Torres y Manuel Rodríguez Torices.
Su afable trato, su firmeza de carácter y fuerte voluntad hicieron respetar a este jefe que representaba un cambio bastante radical y novedoso, pues rompía los hábitos de una población que pasó de ser súbdita de un rey en la lejana España a participar, como ciudadanos, en la fundación de una república.
A Santander le correspondió enfrentarse a 300 años de monarquía, sin mayores recursos económicos y con poca tropa. Sabía este pragmático hombre que discursos filosóficos y emocionados eran de poca utilidad ahora que se iniciaba la construcción de un país, asi que el arma para hacer prevalecer el nuevo orden lo vio este visionario en las leyes. Pero esas había que hacerlas, así que mantener activo el poder legislativo fue su gran meta. El congreso era la representación del pueblo y solo a esa voz siguió, inclusive por encima de la amistad que tenía con su superior Simón Bolívar.
Así que los fusilamientos del 11 de octubre de 1819, donde el general español derrotado en Boyacá Barreiro y otros 36 oficiales perdieron la vida en la Plaza Mayor de Bogotá, se explican por la necesidad de este joven funcionario de hacerse respetar y así cumplir con la democracia que él, Bolívar y esa generación de patriotas se propusieron fundar.
La escultura del general Santander, atropellada el 20 de julio pasado por unos ilusos, debería ser reubicada en el antejardín del antiguo Instituto Universitario y no en la angosta franja de la avenida que lleva su nombre, y así ofrecerle un espacio amplio que aprovecharán las generaciones venideras para rendirle respeto, admiración y agradecimiento. Propongo colocarlo sobre una plataforma giratoria así que don Francisco de Paula pueda darle la cara al Centro Histórico; o a la avenida que lleva su nombre, o simplemente darnos a nosotros, malos demócratas, la espalda.
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