Pedro Felipe Hoyos Körbel


Salamina sobresale en la región debido al número de intelectuales que ha producido, muchos de ellos de talla nacional. Si se analizan los escritos de Agripina Montes del Valle, de Emilio Robledo, los de Tomás Calderón, los del padre Guillermo Duque Botero, los de Juan B. López o los de Rodrigo Jiménez Mejía se nota la variedad de los intereses de estos hombres y la originalidad de sus trabajos. En Salamina se piensa diferente. Son estos pensadores muy liberales y muy conservadores, ya que Salamina ama la tradición y a la vez es una inconforme siempre dispuesta a lo nuevo. Fue el presidente Carlos E. Restrepo quien la llamó la Ciudad Luz, apelando al concepto de luz eléctrica y luz intelectual, ya que fue durante su administración que se inauguró ese servicio en esta población.
A esta legión de escritores les es propio ser prolíficos, no son autores de un solo libro, rebasan la docena, publicados o por publicar. La pasión y el empeño puestos en escribir son otra de las características de la literatura hecha en Salamina, pero tal vez su más interesante impronta es que escriben sobre Salamina, para ellos este pueblo es un universo que quieren recorrer y medir. Como sus ancestros mineros, estos hombres ciernen arenas mentales en búsqueda de metales preciosos. Ilusionados recorren sus páginas escritas puliéndolas y a pesar de prudentes consejos venden fincas para poder sufragar los gastos de la impresión de un libro, como lo hizo el inigualable Joaquín Ospina.
Cuando surgió a fines del siglo pasado la idea de una declaratoria de parte de la UNESCO, la región tornó su mirada a Salamina, porque no solo había un universo ejemplar albergado en casas de bahareque, sino había varias generaciones de hombres escribiendo sobre este tema que es parte de la idiosincrasia de Salamina.
De Manizales acudieron académicos como Gonzalo Duque, Hernan Giraldo, Jorge Enrique Robledo, Fabio Rincón, Juan Manuel Sarmiento, además de una pléyade de eruditos europeos, para estudiar una historia y vaciarla en términos de ciencia. ¿Quién fue el hombre que supo trasmitirles a estos sabios la información que buscaban? Fue Fernando Macías Vásquez, que no solo es el albacea de esta historia literaria, sino es el continuador de esa escuela humanista que orgullosamente escribe en Salamina. Así que estos eruditos profesores colocados en ventajosas posiciones dentro de la academia descubrieron lo que Fernando Macías ya sabía. ¡Reclamo justicia!
El segundo sufrido protagonista de esta columna es el maestro Eliseo Tangarife. No es exagerado decir que fue una cabeza de fauno tallada por el maestro Eliseo la que causó la declaratorio del PCC de la UNESCO. Esa cabeza, que ciertos críticos califican de grotesca, pero que es una obra maestra que capta la anatomía de ese ser fantástico y le imprime exactamente esa expresión sobrenatural, la que es única y se ubica como corona de toda esa cultura del bahareque que, allí, como ningún otro pueblo de Colombia, conserva ese momento de la mentalidad y cultura colombiana del siglo XIX.
¿Sabía este discreto artesano que con esta cabeza hecha por sus ágiles manos iba a captar todo es universo que deambula por las calles de nuestros pueblos, y en las cabezas de nuestros artistas y pensadores? No hay otra casa en el mundo del bahareque que se extiende desde Sonsón hasta El Cairo con esa característica. Seguro era consciente el maestro Eliseo de la fuerza del arte que producían sus bien tenidas herramientas, pero no se afanaba en publicitar su trabajo; sabía que el tiempo le iba a dar la razón.
Con el libro “Eliseo Tangarife, el Miguel Ángel de la Cordillera”, escrito por Fernando Macías Vásquez y auspiciado por la Fundacion Escuela Taller de Caldas, que dirige el Dr. James Peña Garzón, los interesados en el pasado cultural de nuestra región podrán entender quiénes somos y admirar cómo nuestra austera cultura tiene profundas raíces que se extienden por continentes y siglos. En 176 páginas impresas a todo color, Macías plasma las ideas sobre Salamina que heredó, complementándolas con aquellas que obtuvo basado en vivencias propias continuando así el afán de los salamineños buenos de conjurar a su pueblo con libros.
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