Óscar Dominguez


Andaba en busca del tal personaje para despedir el año hasta que encontré dos donde menos los esperaba. Son de esos colombianos valiosos, anónimos, no aparecen ni en el pasa del diario, siempre ven el vaso lleno.
Como los pájaros que cantan y no se sientan a esperar los aplausos del respetable, mi par de ilustres desconocidos hacen bien su trabajo; se juegan los restos en cada jornada y regresan a casita a acariciarle el pescuezo a su “dulce enemiga”, juegan con el niño y reciben el pliego de peticiones que les presenta su perro meneando la cola.
No los espera la ley para reducirles la libertad a su mínima expresión por haber pateado los códigos. Tienen y les sobra con su ardua y sencilla cotidianidad.
Había pensado en declarar personaje del año a los corruptos. Por lo regular son gente educada, nunca han tenido el almuerzo embolatado, pero les da jartera vivir con lo mucho que tienen.
Para lograr sus propósitos aprovechan el papayazo de cualquier puesto o contrato, algún “odebrechtazo” y … “a” por el billete. Todos los días aparecen nuevos corruptos. El de hoy opaca al de ayer.
La receta para trepar es tan fácil que el ejemplo cunde. Aprovechando el cuarto de hora roban lo suficiente para pagar el abogado que les ayudará a adelgazar la pena y a coronar la casa por cárcel. Una legislación blandengue está de su lado.
Estos especímenes que miran para atrás en los juzgados a ver quién los acompaña en la caída, tienen caletas desperdigadas en paraísos fiscales como Pulgarcito dejaba caer migajas de pan para agilizar el regreso a casa, sapean hasta al gato para obtener rebajas tan pingües como la fortuna mal habida, piden perdón con voz desgarradora de actores consumados. De regreso a la civil los espera la gran vida.
Estos personajetes están fuera de concurso. Corrupto clasifica como voz del año al lado de otras como noticias falsas, turismofobia, bitcóin, trans, uberización.
Pero me quedo con mis sencillos personajes. El primero es un despachador de buses en la estación del metro de Envigado. Su alegría para hacer su oficio podría compararse con la que debió experimentar Benjamín Franklin cuando estrenó con éxito su pararrayos de pedal.
Con una sonrisa que va desde la estación Envigado hasta el parque principal, nuestro sonriente hombre les informa a los viajeros qué bus hay que coger para llegar a su destino. Solo les falta invitar a almorzar a su clientela.
El otro es un taxista residente en Bello. En promedio se pasa 16 horas camellando. Cero quejumbres. Agradece que tiene un trabajo en qué gastarse su juventud, el pasajero que desaparecerá en minutos de su espejo retrovisor es un amigo más, lo reta la cuota diaria que tiene que darle al patrón. Este par de amigos fugaces me arreglaron el fin del año.
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