Mauricio Uribe López

En uno de sus escolios afirma Nicolás Gómez Dávila: “El hombre no sabe qué destruye sino después de haberlo destruido”. Ese “hombre” cree estar destruyendo ahora algunas selvas y montañas. En la costa norte de nuestro país hay una maravilla de la naturaleza. Unas montañas que apoyando sus pies en el mar se estiran altivas hacia el cielo hasta alcanzar casi seis mil metros de altura. Es algo único en este planeta. Tiene todos los climas. Hay (¿había?) páramos, pantanos y nieve. Sin embargo, ahora está en llamas y sus pobladores indígenas y campesinos están huyendo despavoridos. En Colombia, el fuego es ahora el instrumento del despojo.
Mientras permanecemos encerrados en nuestras casas (los que podemos) por cuenta de la dura lección de humildad que nos está dando la naturaleza (lección que por razones de mera supervivencia como especie no deberíamos ignorar pretendiendo que, una vez termine la pandemia, podremos correr frenéticos a reanudar nuestros destructivos y suicidas hábitos de producción y consumo), el despojo de tierras en nuestro país mantiene un ritmo inquebrantable y endiablado. Nuestra indiferencia, desde hace muchos años, alimenta las llamas con las que las tierras de los campesinos y los indígenas son reducidas a cenizas. Una vez el valor ambiental de esas tierras se ve menguado en forma criminal, se abren paso en ellas actividades como la ganadería, la minería, la agroindustria o los cultivos ilícitos. La apropiación pirómana de la tierra es la macabra modalidad que ahora asume el histórico proceso de expulsión del campesinado y de las poblaciones indígenas de sus territorios.
En el siglo XIX, los hacendados cercaban las tierras de los campesinos independientes para convertirlos, forzosamente, en jornaleros. Las grandes haciendas ganaderas y cafeteras, así como las plantaciones bananeras, se consolidaron precisamente en las regiones apartadas con baja densidad poblacional. La profesora canadiense Catherine LeGrand, nos ayudó a develar el mecanismo. Luego, esa acumulación originaria a la colombiana prosiguió en el siglo XX con el “endeude” -tan bien descrito por Alfredo Molano- y con el corte de franela y la motosierra. Ahora, el fuego es el instrumento preferido de los heraldos del progreso.
Ese proceso histórico de expropiación ha convertido a Colombia en uno de los países con peor distribución de la tierra (y del ingreso) en el mundo. El coeficiente de Gini de distribución de la tierra en Colombia, el que se mide por propietarios y no por predios (ya que un mismo propietario puede tener muchos predios diferentes) era, hace unos años, 0,89… ¡Muy cerca de uno! ¡la máxima desigualdad posible! Así como la concentración de la tierra aumentó significativamente entre 2000 y 2010, en estos últimos años debe estar concentrándose aún más.
Esa desigualdad es un desastre ambiental, social y económico. Sustituye bosques y cultivos de pan coger por actividades económicas que no son aptas ni para la tierra ni para las comunidades, desplaza a la población y desaprovecha irracionalmente las ventajas económicas de la sostenibilidad ambiental.
En Colombia hay algo así como 22 millones de cabezas de ganado que ocupan unas 33,8 millones de hectáreas, lo que daría más o menos 1,5 vacas por hectárea ¡Qué eficiencia! ¡Qué productividad! En cuanto a la minería, no hay en Colombia, como lo recalcó hace poco el economista Luis Jorge Garay, un solo municipio minero cuya población tenga buenos indicadores de calidad de vida… Sin embargo, los pirómanos vienen con la llama del “desarrollo” y del “progreso”. Al carro de la muerte en Colombia se le llama progreso.
La Sierra Nevada de Santa Marta no es el único lugar de alto valor ambiental que arde en Colombia. Nuestra selva amazónica también está en llamas: En San Vicente del Caguán, Miraflores, Calamar, La Macarena y un sinnúmero más de municipios, las selvas están convirtiéndose en peladeros. Ahora resulta que la mejor inversión es prender candela a los bosques. Ese es el negocio ahora: acabar con todo. Los carros están en los estacionamientos y el aire de las ciudades no mejora porque estamos convirtiendo nuestras selvas y montañas en cenizas. Volviendo a Gómez Dávila: “el hombre no sabe qué destruye sino después de haberlo destruido”: se destruye a sí mismo… ¡Estúpido!
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