La rabia es una emoción poderosa. Moviliza contra las injusticias y es un motor de emancipación. Experimentar rabia justificada es una emoción que Martha Nussbaum incluye en su listado de capacidades humanas centrales: un conjunto de principios políticos que, según ella, todo Estado decente debe garantizar. Desgraciadamente, el derecho a la rabia también está mal distribuido en la sociedad. A la “gente de bien”, el enojo de indígenas, mujeres, afros, campesinos, jóvenes sin acceso a educación de calidad y sin oportunidades de empleo e ingreso o de cualquier otra minoría en desventaja, le parece una razón para el miedo o para la condescendencia. Miedo porque ellos, “los de bien”, perciben esa rabia como una expresión de barbarie y excesos; condescendencia porque la ven como una muestra de inmadurez o de irracionalidad. En cualquier caso, el enojo de aquellos con mayores privaciones es menospreciado por los que se autoproclaman “gente de bien” porque no están oprimidos o porque llegan a creer, falsamente, que no lo están.
Ese menosprecio es alentado por algunos medios de comunicación en un contexto en el que la propaganda abunda y el periodismo escasea. La propaganda busca posicionar narrativas en las que todas las motivaciones, necesidades y angustias de quienes participan en las protestas son borradas y sustituidas por una visión conspirativa del paro y las movilizaciones: que todo ha sido orquestado por el ELN o por Venezuela o por quién sabe quiénes. Es obvio que hay grupos e intereses que aprovechan para pescar en río revuelto y que hampones de diverso género se han colado en las marchas. Eso no quiere decir que la rabia de la gente no sea genuina, propia y justificada. Esas narrativas de la conspiración no sólo invisibilizan a la gente y su malestar, sino que buscan exonerar al gobierno de toda responsabilidad. Lo que hemos visto en las últimas dos semanas no es la ejecución de un elaborado plan de desestabilización ni un estallido espontáneo de ira colectiva. Es el resultado de la desesperación y la indignación que ya venía acumulándose en los corazones y mentes de millones de personas aún antes de la pandemia y que el tardío retiro de la reforma tributaria no pudo atajar.
La rabia también es una emoción peligrosa; sin contención conduce a la violencia y esta a su vez genera nuevas injusticias. Hay múltiples motivos para la rabia justificada, pero no para la violencia. Eso lo saben las personas que lideran el paro y la inmensa mayoría de quienes han salido a protestar. El peligro radica en que una respuesta represiva del Estado involucre en la espiral de la violencia a quienes antes eran ajenos a ella. Lo cierto es que la respuesta policial a la movilización social ha sido, en buena medida, una respuesta militar porque la nuestra es una policía militarizada, acostumbrada a la guerra. Por cuenta de la guerra, nuestros gobiernos se han inclinado históricamente al tratamiento militar de los conflictos sociales. Esa violencia erosiona el poder del Estado porque, como nos advirtió Hannah Arendt, poder y violencia son conceptos opuestos. Mientras el poder es la capacidad para actuar concertadamente, la violencia es un instrumento de dominio. Cuando se pierde el poder aumenta la tentación de sustituirlo por la violencia. La victoria basada en la violencia es -reitera Arendt- una autoderrota. Necesitamos más acción concertada para resolver las injusticias más apremiantes. Nussbaum nos diría que nuestras emociones políticas predominantes no pueden ser la rabia y el resentimiento. Esas no son las bases adecuadas para una comunidad política. De continuar tratando nuestros conflictos sociales con la lógica de la guerra jamás viviremos en paz.
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