Nací en un mundo bipolar en el que media humanidad (aunque con una China reacia) giraba en torno a Moscú y la otra media en torno a Washington. Tenía 17 años cuando cayó el Muro de Berlín. En los ochenta, Miguel Mateos cantaba a tono con la amenaza nuclear latente: “Nene, nenene ¿qué vas a ser cuando alguien apriete el botón?” Mis amigos y yo también escuchábamos rock en inglés y aunque no entendíamos del todo las letras, nos ayudábamos con el diccionario. El grupo alemán Scorpions estaba en pleno furor. En 1990 lanzó el álbum Crazy World (Mundo Loco) que incluía una canción que, para muchos, llegó a ser la banda sonora del final de la Guerra Fría: Wind of Change (Viento de Cambio): “¿Pensaste que alguna vez estaríamos tan cerca, como hermanos? El futuro está en el aire y en todas partes se siente soplar el viento del cambio”.
Acaba de morir, a los 91 años, uno de los principales protagonistas de esa historia, el último presidente de la Unión Soviética. Aunque el nombre de Mijaíl Gorbachov está estrechamente vinculado a esos vientos de cambio que parecían presagiar el triunfo de la democracia liberal y el “fin de la historia”, lo cierto es que el desmoronamiento de lo que Churchill había descrito en 1946 como una Cortina de Hierro que caía desde el Báltico hasta el Adriático, no fue ni la consecuencia inevitable de la marcha triunfante de los derechos humanos y las libertades, ni mucho menos su causa. En el declive y disolución de la órbita soviética tuvo mucho que ver la humillante derrota de las tropas rusas en Afganistán. Hasta Sylvester Stallone disfrazado de Rambo, el soldado libertario de Ronald Reagan, se ufanaba de haber vencido a los soviéticos luchando codo a codo con los Talibanes que contaron con la invaluable ayuda de Diego Betancur (el hijo de Belisario), quien con sus amigos del Moir empapeló los muros de los pueblos colombianos con unos avisos que decían: “¡Fuera rusos de Afganistán!”. La indignación en Samaná, Fresno y Santa Rosa de Cabal, sin duda, hizo su aporte a la causa talibana.
También jugaron un papel importante en la debacle soviética los nacionalismos que buscaban quitarse de encima la agobiante burocracia comunista y por supuesto, el declive de la economía que conllevó cierta obsolescencia tecnológica justo cuando Reagan llevaba la Guerra Fría a un plano cada vez más tecnológico. Aunque los incentivos financieros y la búsqueda obsesiva de la utilidad no sean lo único importante en la organización de una sociedad y un sistema económico (los seres humanos no somos meros tontos racionales y una pluralidad de motivaciones diferentes a la mera búsqueda de la ventaja individual también debe ser tenida en cuenta), lo cierto es que ese sistema no puede operar tomando demasiada distancia de los incentivos y las señales del mercado. Gorbachov no tenía muchas opciones: La Perestroika (reestructuración) y el Glasnot (transparencia) eran imposiciones de las circunstancias. Su mérito –que no es poca cosa- fue entender que no había manera de aferrarse al pasado y que no valía la pena derramar sangre para mantener a toda costa una estantería que se derrumbaba. No había manera de prever que el viento de cambio se convertiría, de la mano del capitalismo mafioso y de la pulsión autoritaria de un pueblo que aplaude mayoritariamente a su autócrata, en un tornado de sangre. La bella canción de Scorpions resultó ilusa. La banda sonora de estos días puede ser “Dance on Gasoline” (Bailar con Gasolina) de Måneskin: Me la enseñó mi hija.
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