Martín Jaramillo L.

El gobierno Santos sacó carteles, página web y miles de millones para publicidad. Para ganar la contienda, utilizaron estrategias poco admirables de la política: estigmatizar al contrincante (“enemigos de la paz”), utilizar datos de dudosa procedencia (en cuanto a inversión, crecimiento, gasto, etc) y creer que el fin justificaba la falta de verdad.
Y, francamente, de la campaña del Uribismo no se puede decir nada mejor. Pocas veces he escuchado cosas tan ridículas como el castrochavismo y la “imposición de la ideología de género” en los acuerdos. No quiero hacerle perder tiempo al lector recordando cada barbaridad, pero quienes lo vivieron saben que los ejemplos no escasean. La política, después de todo, puede sacar lo peor de nosotros.
Así lo han demostrado los recientes experimentos en psicología social; por evolución somos más rápidos para usar las etiquetas de amigos o enemigos que para tener un pensamiento crítico sobre lo que vemos. Jonathan Haidt, en su libro, que recomiendo, explica lúcidamente por qué nos cuesta tanto presumir la buena fe de quienes no están de acuerdo con nosotros: siempre es más fácil creer que los contradictores son ignorantes, inmorales o menos conscientes.
Luchando fuerte por el plebiscito, los del “Sí” jalaron su lado de la cuerda y los del “No”; del suyo. Pero, si paráramos por un segundo, nos daríamos cuenta de que mientras nos hundimos en polarización e insensateces para evitar el pantano, terminamos todos en una campaña donde no hemos hecho más que estar parados en él.
En esa campaña, tal y como lo prediría Haidt, todos estaban convencidos de estar en el lado justo, todos parados en un pedestal moral: en un debate de sordos. Las campañas políticas, dicen, son una radiografía del alma. Podríamos haber seguido el consejo de Rawls de presumir que los desacuerdos que tenemos son razonables y que un debate de buena fe puede ayudarnos a mejorar la situación. Pero no, siguen predominando las etiquetas.
Nos lo dijeron de todas las formas, fuentes oficiales y referentes morales. Muchos de nosotros lo repetimos; yo mismo lo hice desde esta columna: “los guerrilleros sí pagarán penas”, “podrán ayudar en la lucha contra el narcotráfico”, “repararán las víctimas” y “no habrá repetición”. Nos equivocamos.
A Santrich lo cogieron traficando droga y las Cortes le fueron útiles en varias oportunidades para llegar a donde está. Los cabecillas entraron al Congreso sin pagar cárcel; La JEP ha hecho poco, eso sí, dejó salir a Venezuela a un par de criminales, liberó un par de asesinos y entorpeció la extradición de un narco. En resumen, muchas de las cosas que nos advirtió el Uribismo resultaron siendo ciertas.
Lo mínimo que uno espera es que haya algo de humildad entre quienes apoyamos el Acuerdo, algo de autocrítica. Pero parece que muchos columnistas prefieren vivir en otro mundo, seguir echándole la culpa a Uribe y a Duque por todo lo que pasa y no a los verdaderos criminales que retoman las armas. Cada golpe de los guerrilleros de este tipo es gasolina para un electorado que pide mano dura, y ese incendio no se apaga con más superioridad moral.
Algunos siguen pensando que ellos siempre tuvieron la razón y que, si algo del Acuerdo difiere con sus ideales utópicos, es por la maldad de sus opositores.
Al parecer todos nos equivocamos, menos los columnistas que apoyaron el proceso de paz.
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