Martín Jaramillo L.

Uno de esos placeres de la vida difíciles de describir es el de caminar por el centro de Manizales. El comercio, los descuentos y el regateo se toman las calles en un mes que huele a natilla y a ferias.
En Manizales, sobre todo en el mes de diciembre (un mes que, por cierto, se extiende hasta la segunda semana de enero), se une el ingenio humano emprendedor con la necesidad de llevar un regalo a la casa, el deseo por algo de riesgo de los manizaleños, con el señor que traza una línea en el piso y promete regalar un Aguardiente Cristal a quien inserte un aro en la botella lanzándolo a tres metros de distancia. Lo encuentra uno todo: un choque entre oferta y demanda con olor a churro del Parque Caldas.
En una de esas caminatas por la calle 24, con carrera 21, poco antes de la Gobernación, me topé con la librería La Odisea. Entré por curiosidad. No estaba buscando nada, solo quería encontrar; los ‘bibliópatas’ saben a qué me refiero. Encontré un libro de Monografía en Manizales escrito en 1924 con un prólogo firmado por Victoriano Velez (así, sin tilde). “Una joya”, me dice el librero mientras me cobra 20 mil pesos. Tenía razón.
El libro empieza con estadísticas y una sección en demografía. Uno entiende que los tiempos han cambiado porque empieza con los matrimonios y las estadísticas de nupcialidad, pero no menciona la tasa de pobreza. Habla de la natalidad de niños “legítimos” como un “coeficiente de moralidad”; en el entendido de que medían cuántos niños nacían fuera de los matrimonios de la “Parroquia de la Inmaculada”. ¡Vaya mundo godo!
Según el libro, Manizales, en 1924, se situaba a 2.140 metros sobre el nivel del mar, tenía una temperatura media de 17 grados y solo existían 44 “edificios” de más de dos pisos. Había 3.800 habitaciones, 13 cafés y 12 cantinas para los 54.445 habitantes que tenía la ciudad entonces. No sé la explicación, pero, en promedio, eran unas 14 personas por habitación.
Muchos datos interesantes, preguntas por hacer e historias por contar con un solo libro (mucho para hablar en el próximo tinto con el abuelo), pero una de las cosas más impresionantes de este libro son los datos de mortalidad infantil.
El 64,5% de los fallecidos ese año fueron niños menores de 7 años, cientos de bebés perdieron la vida con enfermedades que hoy nos parecen absurdas. La primera, el libro la titula como “Enfermedad de la primera edad”: ni Google, ni 3 pediatras consultados me saben decir qué significa eso: al parecer es el descarte cuando la ciencia no puede explicar del todo la muerte del niño. Las siguientes causas de muerte son diarrea, raquitismo, meningitis, parásitos y gripa.
Hay que resaltar que estas enfermedades hoy, o no las conocemos, o poco nos preocupan como causa de muerte. Gracias a la ciencia y al progreso económico, erradicamos (y olvidamos) uno de los problemas más grandes de la generación pasada: sobrevivir los 7 años. También olvidamos la época donde la cuidad no tenía más que un puñado de médicos, donde la mayoría de las personas era pobre y muchísima gente no tenía donde vivir. A veces es importante recordar de donde venimos para no perder el rumbo de a donde queremos llegar.
Albert Hirschman vivió en Colombia en los años 50 y acuñó el término “fracasomanía” al ver la incapacidad de los colombianos de reconocer cualquier avance social. Mientras tanto, en Colombia la mortalidad infantil se ha eliminado en un 90%: pasamos de 160 por cada mil habitantes a tan solo 15, erradicamos (y olvidamos) la enfermedad más común en la muerte de niños en Manizales y pasamos a tener una de las mejores tasas del país.
Quién lo creería, la fracasomanía también se cura con la historia. Y solo se necesita una caminada por el centro de Manizales.
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