Martín Jaramillo L.

Hace un par de meses tuve la oportunidad de ver una clase con Guillermo Perry y por alguna razón decidí aplazarla para semestres futuros. Hace unas semanas tuve la intención de ir al lanzamiento de su libro, pero la lluvia me convenció de cambiarlo por un streaming que aún reposa entre mis pendientes. Duele su partida, pero algo consuela que el destino le haya permitido terminar de escribir su historia antes de morir. La vida, todos lo sabemos, es demasiado injusta, pero el tiempo para contar la historia de uno es un regalo que yo aceptaría gustoso.
Vi su libro varias veces en las librerías, sabía que lo compraría pronto. Lo cogía, leía un par de páginas y lo volvía a poner en su sitio. Era una forma de desafiar la bibliopatía, de convencerme de que está controlada. Una moderación en ese placer que sentimos algunos de amoblar nuestra vida con libros que no hemos leído por comprar nuevos libros que estamos ansiosos por leer.
El viernes de la semana pasada abrí el correo muy temprano para empezar a trabajar. Las librerías todavía no abrían, pero los algoritmos en internet (que poco descansan) ya habían notado que ese libro me interesaba. Una publicidad en el correo y un descuento imperceptible fueron suficientes para encontrar mi botón de compra justo unos minutos antes de que se difundiera la triste noticia de su muerte.
No quedaba mucho que decir, los encuentros aplazados habían sido la última oportunidad de conocerlo. Pero como dice Alejandro Gaviria: “así es la vida: nos consuela con algunas coincidencias”.
Perry ocupó los zapatos de ministro, constituyente y senador, pero los cargos no definen una persona. Perry era un maestro de corazón, un opinador crítico y un economista convencido. Un fiel creyente en que hay un camino ineludible de ideas para llegar al progreso. A pesar de cualquier divergencia ideológica, allí es donde mi visión del mundo se hace al lado de la de él.
No encontré en sus escritos la falta de autocrítica que caracteriza al estereotipo de intelectual. Tampoco carecía del escepticismo saludable sobre una tecnocracia a la que pertenecía (la adulación irreflexiva no es buena amiga de un liberal). A esa tecnocracia se le puede criticar mucho, pero fue un contrapeso al poder en épocas donde la politiquería nos pudo llevar al abismo. Como dice el prólogo de su libro, Perry fue parte del “equilibrio necesario a las fuerzas cortoplacistas y clientelistas de la política”.
Creo que sus ideas nos acompañarán por mucho tiempo. Sus aciertos y desaciertos fueron determinantes para la historia de Colombia que hoy tenemos al frente: una Colombia que a pesar de todo tiene menos pobreza que nunca, mejor salud y más educación.
Recordaré a Perry con una de las pocas cosas con las que estoy de acuerdo con Keynes. El británico decía que no hay nada más cierto que las ideas de los economistas (correctas o equivocadas) tienen más poder de lo que comúnmente se cree. “Los hombres prácticos, que se creen exentos de cualquier influencia intelectual,” -decía Keynes- “son usualmente esclavos de algún economista difunto”.
Perry nos queda en las páginas que escribió y en las mentes que cambió. Entre esas me ubico con honor.
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