Martín Jaramillo L.

Al menos 18 sacerdotes denunciados por abuso sexual, 27 niños que cuentan historias desgarradoras, y solamente dos sacerdotes condenados.
Estas son las cifras del escándalo que revela la investigación del periodista Juan Pablo Barrientos. Un libro recién publicado, cuyas letras destilan el dolor de los crímenes que se llevan a cabo en nuestros templos, pueblos y casas curales con una Iglesia Católica que ha hecho más por encubrir sus crímenes que por impedirlos.
El libro cuenta decenas de historias que merecen ser leídas, no solo en búsqueda de rescatar nuestra apreciada Iglesia Católica de algunos criminales que se la pretenden tomar, sino por dar algo de justicia a unas víctimas que no merecen el olvido.
Doña Amparo, una de ellas, es una mujer humilde de San Rafael (Antioquia), víctima de un sacerdote que violó sexualmente a sus hijos de 9 y 10 años. La Iglesia, en lugar de escucharla, ayudarla y tomar acciones para que eso no volviera a pasar, decidió atacarla, perseguirla y victimizarla. También buscó culparla por el delito, mentir ante jueces y silenciarla con dineros que salen de los feligreses.
Pero eso no es lo peor de todo. Después la Iglesia apeló al Concordato, al derecho canónico y a otros privilegios que ha conseguido con su gran poder para evadir la justicia. La peor condena que ha tenido que pagar doña Amparo es mucho más fuerte que la de su victimario: debe ver al sacerdote que violó a sus hijos en plena libertad y predicando sobre lo bueno que es Dios.
No siendo eso suficiente, ahora el poder de la Iglesia Católica, vía tutelas, ha logrado que unos jueces le ordenen al periodista revelar sus fuentes y dejar de vender el libro. En defensa de una Iglesia Católica decente y de nuestra constitución, debemos apoyar al periodista y a la libertad de prensa.
Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Decimos nosotros los católicos en una eucaristía que nos acerca a Dios. A un Dios que estaría avergonzado del silencio cómplice de las organizaciones que se escudan en su nombre para delinquir y de nosotros, los seguidores que lo permitimos.
Tenemos parte de la culpa, la gran culpa, si la organización que seguimos usa el poder que le damos como escudo contra una justicia que intenta proteger los niños y no como espada contra el crimen y el abuso de menores de edad.
El encubrimiento en la iglesia se ha vuelto un esquema coordinado para proteger y esconder a los criminales. De hecho, David Hickton, un exfiscal del distrito oeste de Pensilvania (y católico practicante), solo pudo investigar los crímenes de la Iglesia Católica bajo la Ley Rico. Una ley que se aplica por el FBI y otros para perseguir a la mafia y al crimen organizado transnacional.
Es urgente que la Iglesia (nuestra Iglesia) no esté por encima de la ley entorpeciéndola, sino muy por debajo de ella. Que sus miembros no solo se sometan a la justicia, sino que la ayuden para esclarecer los hechos lo más rápido posible. Para eso, sería bueno desligar el derecho canónico de nuestra justicia, entregar a la Fiscalía el archivo secreto y contratar firmas independientes que investiguen la verdad.
Las víctimas no merecen menos.
NOTA: En su libro, Juan Pablo destaca el ejemplar comportamiento de los jesuitas, que contrataron una firma seglar para que investigue las denuncias y se sepa la verdad. Hoy es un buen día para ser Gonzaga.
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