Martín Jaramillo L.

En Colombia parece existir un conflicto entre la diversidad y el desarrollo: es como si tuviéramos una inevitable elección entre preservar nuestras comunidades o explotar nuestros recursos. La cosa no es así, necesitamos ambas.
Cuando discutimos un proyecto minero o petrolero no podemos recurrir al populismo de que es una elección entre “el petróleo o el agua”, pero tampoco en la ignorancia e indolencia de que toca, como decía un colega, mandar “al diablo las comunidades”.
Por un lado, somos un país orgullosamente diverso: al inicio de nuestra historia, por ser la puerta de entrada de Cristóbal Colón a América del Sur, tuvimos una exquisita mezcla de culturas. Tanto que hoy, más de 500 años después, tenemos 87 culturas indígenas, 64 lenguas amerindias y miles de historias por contar. Una diversidad exuberante que carga en sus tradiciones siglos de historia de nuestros orígenes. En Colombia viven un millón 400 mil indígenas, solamente en Caldas hay 6 resguardos (DANE - Info. en mi Twitter).
Pero también hay necesidades materiales que no se pagan ni con historia, ni con cultura, por amplia que sea. La pobreza de nuestro país es inhumana y la necesidad que tenemos de aprovechar todos nuestros recursos es inescapable. Algunos empresarios han desestimado el valor de nuestra cultura mientras unos políticos han desestimado el valor de la minería y el desarrollo; ambos están terriblemente equivocados.
Según el DNP, la minería ha financiado la construcción de 50 mil kms de carretera, la maestría de 3 mil 263 profesionales, la construcción o mejora de 748 colegios y 271 hospitales, más el alcantarillado que provee agua potable a 10 millones de personas. Los departamentos más beneficiados son Meta, el Chocó y La Guajira.
Eso está en riesgo con populistas que pretenden reemplazar esos ingresos con aguacates o páneles solares. Esos ingresos son casi imposibles de reemplazar, mucho menos cuando los gobiernos han estado buscando en cada rincón cómo cobrar más impuestos; simplemente no hay de dónde más exprimir.
El problema no es económico pues la economía sí tiene una respuesta. La transacción entre el Estado (dueño del subsuelo) y la empresa productora no es eficiente, económicamente hablando, debido al concepto de externalidades. Cuando no se tienen en cuenta los terceros afectados de una transacción, se cae en esa falla de mercado. Si el proyecto no puede pagar los daños ambientales para explotar responsable y sosteniblemente, no solo es un crimen moral (porque acaba las comunidades con su paso), sino que también es un mal negocio.
Este dilema me recuerda la gloriosa Nina Friedemann en su libro “La Saga del negro”:
“Ser diferente y reclamar el derecho a serlo, pero alcanzando niveles de igualdad social y económica. Es la pluralidad étnica que desde hace unos años se formula el mundo como un perfil de la democracia en las naciones contemporáneas”
Yo me temo que esa pluralidad étnica solo se podrá conservar si nos tomamos seriamente el valor que tienen nuestras comunidades, y los niveles de igualdad económica solo los podremos alcanzar si reconocemos el valor de nuestros recursos.
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