Luis F. Molina


Hace unos días cité a un amigo a tomar café para hablar de todo un poco después de varios días sin poder vernos. Sin embargo, la experiencia fue absolutamente extraña –o lamentable–, dado que el celular de mi amigo se cruzó en medio de la conversación. Entonces, por momentos, solo pude apreciar su cabello, pues su cabeza estaba siempre inclinada para responderle al celular.
Sé que fue frustrante, aunque también reconozco que yo he actuado de esa manera en muchas ocasiones. Precisamente, por la vergüenza que me causa haber maltratado una conversación presencial por una conexión virtual es que procuro de a poco ir cerrando el grifo de la interacción por medio del celular “inteligente”.
Ese apellido “inteligente” se le ha agregado exponencialmente a un montón de dispositivos y electrodomésticos con el donaire de hacer la vida más fácil, es decir, simplificarla. Por eso hay teléfonos inteligentes; lavadoras inteligentes y hasta bombillos inteligentes. No obstante, es poca la inteligencia que hemos podido agregar a la nuestra ahora que tantas cosas actúan por nosotros y para nosotros.
Admiro, en cierta manera, cuando mi padre se enajena del celular y lo revisa con cierta distancia. Él no abandona sus hábitos para involucrarse de lleno al teléfono móvil, instrumento que ahora regula nuestra vida, sobre todo, desde que se hizo “inteligente” y nos conquistó. Nuestros días parecen supeditados a las múltiples aplicaciones que tienen estos y el don –o la desgracia– de la hiperconexión. Es, pues, el celular inteligente un apéndice que ya no nos permite llevar esa vida “normal”; prima de la vida “inteligente”.
Tampoco debo demonizar el rol de los celulares “inteligentes”, pues han mejorado muchas tareas que dependen de la logística, como el uso del GPS en una aplicación de mapas; la llegada de noticias reales y también falsas a mayor velocidad; o el modo de tomar una foto y ajustarla para compartirla con amigos y otro gran número de personas indiferentes que la verán y seguirán deslizando hacia la derecha o hacia abajo.
Las preguntas que caben aquí son: ¿qué tanta inteligencia tienen estos aparatos y cuánta inteligencia nos dan? O, peor aún, ¿qué tanto estamos nosotros “dejando de ser inteligentes” porque le hemos fiado muchas de nuestras tareas a unos aparatos que, si fallan, nos pueden dejar colgados de la brocha, como se dice coloquialmente? ¿Sabemos leer mapas, buscar noticias, tomar fotos sin ajustes?
No pretendo pontificar sobre el uso de estos aparatos, pues si hay alguien que haya fallado en su uso soy yo. Pero me preocupa que ciertas competencias y eventos que hasta algunas generaciones anteriores fueron normales ahora se pierdan, como la capacidad de dialogar presencialmente sin tener distracciones de por medio.
A veces recuerdo cómo en mi infancia mis padres hablaban por teléfono y establecían encontrarse en un lugar determinado a una hora fija. Incluso, con mis amigos, gran parte de mi adolescencia y juventud se fraguó de esa manera. También, extraño la forma en la que podíamos esperar observando el panorama y escuchando el ambiente, en lugar de mirar obsesivamente el celular en búsqueda de entretenimiento mientras se ahoga la espera y se esquiva el mundo real.
No creo que supeditar nuestras conversaciones a interrupciones sea una actitud inteligente, ni que fracturar relaciones interpersonales por cuenta de respuestas tardías o descuidadas sean actos de convicción. No conocemos el impacto real en lo social de estos aparatos, pues, como sucede con la tecnología, primero lo vivimos y después lo pensamos; algo nada inteligente.
Seguramente, para mi celular, por todo lo que puede hacer, soy inteligente, pero no tanto. Después de todo, también la ignorancia puede ser un paraíso y, no saber, un antídoto ante tanta hiperconexión.
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