Luis F. Molina


“Llegué a la edad en la que tres cervezas me dan guayabo y un tinto me quita el sueño como por 24 horas. Lo que uno envejece entre los 25 a 30 años no está escrito en la literatura médica”, escribí en Twitter hace una semana, la misma red social donde escribo –escribía– todo lo que se me ocurría. El tiempo ha cambiado y ya no me siento seguro de decir lo que pienso. Ahora soy preso de la autocensura, por más paradójico que se vea desde el ángulo periodístico.
Tal vez sea prudencia, quizás sea madurez, no lo sé. Lo que entiendo es que ya no quiero fatigarme ante contraposiciones impuestas, furiosas y celosas. Las redes sociales nos han expuesto lo engreídos que somos, sobre todo, a la hora de pensar y cómo asumimos, en muchas ocasiones, que lo dicho por nosotros es la verdad revelada. Por eso, ante tantos ‘sabios’, lo mejor puede ser callar e ignorar, aunque hay otras maneras de lidiar con estas situaciones cuando se presentan.
El denominado “Método de la piedra gris” sugiere que es buena estrategia comunicarse o interactuar de manera poco propositiva o interesante al dialogar con personas manipuladoras o abusivas. También, un poco de cinismo ilustrado puede ser la opción. Básicamente, este método consiste en reducir la expresión emocional y ser tan poco estimulante como una piedra gris cualquiera del camino, reduciendo así la exposición a enfados por discusiones infructuosas.
Dado que nuestro contexto está plagado de excesiva verborrea y una catarata de ofensas y señalamientos, lo mejor, en muchos casos, es ignorar tanto ruido haciendo oídos sordos a juicios de la moral que van en las redes por doquier. El problema es que estos se reproducen y se replican entre cuentas que son cajas de resonancia por disparatado que sea el mensaje o por recargada que sea la mentira.
El amparo de este texto está en la penosa idea de que ahora sea mejor táctica el silencio que la interacción, puesto que es tal el fanatismo y la fobia al contrario que resulta dificilísimo poder tener una conversación edificante cuando emergen controversias, bien sea hablando de política, religión, deportes, entre otros. Los oprobios y los insultos no tardan en llegar y las falacias anidan por doquier. En otras palabras, todo lo que sabemos de peleas, escándalos y controversias lo sabemos contra la voluntad propia.
Por tanto, he venido sintiéndome inseguro cada tanto que expreso en redes sociales cualquier banalidad que pasa por mi cabeza y, peor todavía, cuando no es tan trivial. No obstante, también he aprendido a lidiar con esa espera, a superar los ‘trolles’ que andan dispuestos a reducir el pensamiento ajeno. Eso sí, insisto en que la autocensura está lejos de ser un ideal.
Otro escenario perverso es su escalamiento cuando los gobernantes y quienes ostentan el poder se valen de campañas de desprestigio y de regaños en público para demostrar su dominio, en una especie de censura persuasiva. Así dan pie a la noción de que su pensamiento es tan cerrado como la amplitud de sus ideas.
Es lamentable entender que un modo –quizás para los débiles sociales como yo– está en guardar silencio para no invocar las hordas y las bodegas que andan dispuestas a aplastar a todo aquel que piense distinto. La autocensura está mal y está peor, aún, el ambiente con la que nos llevamos con la masa. De pronto, por eso, es más ‘seguro’ hablar de guayabos e insomnio que de aquello que realmente necesitamos discutir o dialogar por temor a la censura.
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