Aún soy de los pocos de mi generación que ama hablar por teléfono… Eso sí, todo depende de la contraparte. De hecho, muchos amigos y conocidos tienen enormes problemas soportando todavía esa pesada sensación de suspender la atención de lo presente para sintonizarse con la bocina de lo ausente, dado que dialogar por teléfono exige cierta alienación y pérdida de modales cuando esto sucede en medio de una reunión.
En su época de invención y llegada, el teléfono fue un trasgresor que cambió la manera de sostener e incentivar relaciones interpersonales. La idea de acortar distancias mientras se escuchaban todas las particularidades de una voz sirvió como una revolución comunicativa que hoy se mantiene en otros formatos. Ahora, huimos del teléfono, sobre todo, de los números desconocidos que nos causan entre una extrema curiosidad y un rechazo absoluto.
Hablar por celular fue una novedad hace dos décadas cuando la comunicación celular se ponía de moda. Hoy, sin más, puede ser una tortura, sobre todo, cuando miles de líneas telefónicas se usan para hacer un irritante telemercadeo que termina por minar cualquier intención de escucha y, por supuesto, de compra consciente.
Y es que ya sabemos el guion: “Buenas tardes, por favor el/la señor(a) [inserte su nombre]; le llamamos del área de [inserte un nombre pomposo] del banco [inserte el que padece]. El motivo de mi llamada es contarle que por su buen comportamiento el banco quiere premiarlo con [inserte la falsa promoción]”. Al colgar la llamada, si se deja enredar por el vendedor, termina usted por pagar por el “obsequio” tras haber descifrado la retahíla incomprensible del agente.
En nuestro país este tipo de prácticas suceden cada día. Pasa con bancos, operadores de telefonía y un sinfín de entidades que apelan a la llamada tediosa. No hay quién vigile, tampoco quién controle. Lo digo porque, en el papel, probablemente sí hay alguna entidad que lo haga, pero, en la práctica, su rol es mínimo o casi inexistente. Es un acoso telefónico constante.
Ni qué decir de los mensajes de texto o SMS. En las jornadas comerciales son insoportables y aún no descubro la fórmula para salirme de unas ofertas a las cuales nunca me suscribí. Por día pueden ser decenas, si es que se lleva la cuenta. La costumbre mecánica está en ignorarlos para dejarlos morir en una lista enorme de mensajes o borrarlos.
Luego, los celulares se han convertido en el medio de asedio favorito de todas estas compañías con el fin de vender, pero, también de atosigar a los clientes con promociones que a todas luces no se entienden bien. En ocasiones, estas terminan por revertirse en una eterna y frustrada llamada al servicio al cliente para demandar explicaciones sobre la asistencia comprada. Tenemos en frente, o en nuestros oídos, un ciclo irritante.
Por tanto, en medio del auge del chat y la reducción de las llamadas a muchos seres queridos que están a una frase de WhatsApp de distancia, ya el uso del celular se ha convertido en un molesto proceso de contestar llamadas de números desconocidos (si es que se hace), que aciertan en someter a la curiosidad a los clientes gracias a un acceso privilegiado de la información personal.
Puede ser una quimera aspirar a que algún día se tomen cartas en el asunto y se reduzcan ostensiblemente estas mecánicas de telemercadeo, las mismas que se nutren del acceso privilegiado a datos personales para poder lograr su cometido y, en muchos momentos, interrumpir por la fiebre interminable de siempre querer contestar el celular.
Por eso, hay que aprender a colgar estas llamadas y hacerlo sin remordimiento.
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