Luis F. Gómez


Un poco antes de la mitad del siglo XX Ernst Bloch escribió El Principio Esperanza. Una obra que recomienda no agobiarnos por el miedo, no asumir la vida con resignación y no alimentar la desilusión y la apatía en momentos de gran dificultad. Bloch nos invita a vivir de acuerdo con nuestros anhelos, a construir un futuro cercano a lo que soñamos. Su propuesta, en suma, parece fácil; se configura con dos operaciones básicas: soñar el futuro y merecer la esperanza. Desde su perspectiva, merecer la esperanza implica luchar por lo que se anhela y aprender a esperar.
Esta esperanza es una fuerza que impulsa a esperar cuando otros claudican y a volver a intentar atento a lo que puede suceder. No se trata de una aventura sin fundamento o un cambio al que nos lanzamos solo por cambiar. Es, como diría Erich Fromm, un estado de alerta que “ayuda al advenimiento de lo que se halla en condiciones de nacer” y se aplica tanto a las personas, como a la sociedad. Una sociedad que no espera, que no cree en el futuro, que no busca trascender hacia lo mejor, puede entrar en la peligrosa ilusión de la calma- quietud que lleva a la muerte, a la decadencia, o a la violencia. Destinos que emergen de la convicción del no futuro, del no retorno, de la desesperanza.
La esperanza transita por los caminos de la fe; por eso en esta época de conmemoración para los cristianos, los creyentes afirmamos la convicción de que la muerte de Jesús no fue definitiva y qué significa vida para la humanidad. La esperanza, desde este espíritu, es una virtud divina, que lo mismo que la fe y el amor, está disponible, por la gracia de Dios, que nos sacude cuando sentimos falta fuerza y valor para la vida.
Nuestros mayores suelen repetir, un momento antes de desistir, que “la esperanza es lo último que se pierde”. La esperanza es el as con que quizás ganemos todavía, la jugada maestra que podría cambiar el desenlace fatal. Miguel de Unamuno decía que el ser humano vive entre la tragedia y la esperanza, coincidiendo en que la esperanza inmortal es la que queda antes de la nada, el aliento que aparece antes del fin, “pues para algo nací; con mi flaqueza cimientos echaré a tu fortaleza y viviré esperándote, ¡Esperanza!”
En momentos difíciles como los que vivimos, cuesta esperar, cuesta creer, cuesta confiar; cuando perdemos la esperanza, experimentamos tristeza, frustración y perdemos la empatía, la compasión, la sensibilidad al dolor y la percepción consciente de la situación de cada cual. Es por eso por lo que nos urge la esperanza, hoy más que nunca, hoy como siempre y hasta el final.
Releyendo a Sábato recordé en su libro La Resistencia, un sentimiento que él llama de manera hiperbólica “una esperanza demencial”; un tipo de coraje a través del cual se atreve a declarar para toda la humanidad, que las posibilidades de una vida más humana están a nuestro alcance. Este tipo de esperanza es dinámica, fuerte, tozuda, desafiante y transformadora. Es una forma de valentía, de temple, de arrojo que nos permite confiar en que los valores del espíritu, la fe y el amor, nos salvarán de todo lo que amenaza la existencia propia y de este mundo para siempre.
Acompañemos a Sábato existencialmente: “Si cambia la mentalidad del ser humano, el peligro que vivimos es paradójicamente una esperanza”.
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