Luis F. Gómez


El poeta Heberto Padilla escribió el siglo pasado un breve poema que empezaba diciendo: “Di la verdad. Di, al menos, tu verdad. Y después deja que cualquier cosa ocurra”. Estas palabras han puesto de nuevo en mi mente el realismo mágico que García Márquez definió como la capacidad de contar hechos rigurosamente ciertos, como si fueran fantásticos. Lo más seguro, dicen muchos que nos leen desde fuera, es que la realidad de esta región ha sido, es y sigue siendo tan inverosímil, que no se necesita forzar demasiado la imaginación para narrar los acontecimientos cotidianos como metáforas inauditas.
Para la muestra, los resultados recientemente divulgados del Instituto Igarapé, en el que Colombia fue designada como uno de los cuatro países más violentos de la región. En este estudio sobre la seguridad de las ciudades latinoamericanas, Colombia, junto con Brasil, Venezuela y México, es responsable de un cuarto de todos los asesinatos del mundo. América Latina con tan solo el 8% de la población mundial, cuenta con 43 de las 50 localidades más violentas de todo el orbe y lleva en su territorio la responsabilidad del 33% de los homicidios de todo el globo.
Números de este calibre se explicarían en aquellos días del Boom, con un relato en que Vargas Llosa, Cortázar, Rulfo o García Márquez, narrarían la muerte de un líder épico, de un pueblo pobre y desconocido, a través de la conversación pausada de dos protagonistas. Dos hombres que, entre sorbo y sorbo de café, recordarían vívidamente el día de la muerte anunciada de un líder social de la zona que nadie pudo guarecer. Ese día, seguramente diría uno de ellos, la fatalidad lo llevó a la muerte y habría de continuar su terrible paso, con el éxodo de todo el municipio, cumpliendo un sino tan inesperado como indefectible.
En el presente, el realismo mágico sigue habitando las ciudades y los pueblos latinoamericanos, pero ya los relatos no nos parecen arcanos, son de una crudeza tan profana y cotidiana, que es la noticia con la que nos levantamos cada día y que nos deja sin asombro ni misterio. Robos extravagantes, muertes inadmisibles, promesas que se lleva el viento, líderes embriagados por el poder que no logran diluir del todo la terca esperanza de sus electores.
Esa certeza de que todo lo fabuloso tiene un lugar en el corazón de los latinoamericanos puede lograr revertir la muerte, alimentar la paz y pactar una reconciliación por imposible que parezca. Podremos sustituir la página de esta historia de negación simbólica, de violencia estructural y combates sin tregua en el campo y la ciudad con otra narrativa fresca.
Ese relato de realismo naciente incluirá niños que van a la escuela y no los reclutan grupos ilegales, territorios interculturales donde el buen vivir prospera, hombres y mujeres que podrán trabajar la tierra sembrando esperanza y no terror, gente sencilla que podrá ganar un sustento digno para poner comida en sus mesas y esperanza en su corazón, gobernantes que harán la diferencia en sus territorios sin manchas en sus manos, sin asomo de corrupción; líderes en la región cuya presencia se garantiza y espera. En el final de esta leyenda prodigiosa, una vieja muerte perderá su empleo y pasará las horas aburrida, jugando solitario en el billar de un pueblo, ya rancia, ya sin ganas, ya desterrada hasta de la memoria.
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