Difícilmente se puede encontrar una figura que le haya hecho más daño a la política colombiana que el llamado voto preferente.
Surgió como una alternativa democrática para acabar con los conciliábulos, las componendas y los manejos poco transparentes de los directorios. Para sepultar por fin lo que por mucho tiempo se denominó “la dictadura del bolígrafo”.
De buenos propósitos está pavimentado el camino al infierno reza el refrán popular.
Bajo esa premisa ya no fue necesario tener una militancia en un partido, ni comulgar con su ideario. Prueba de ello, es que para poder llenar los cupos de una lista a una corporación, verbo y gracia al Senado donde son más de 100 nombres a inscribir para una elección, los partidos debieron echar mano de todo lo que apareciera, haciendo caso omiso del hecho de que algún candidato tuviese prontuario o asuntos que responder ante la opinión pública. Lo importante era que aportara un buen número de votos a la lista así elaborada.
De esta forma, cualquier persona sin mayor mérito, sin un recorrido previo, sin un conocimiento de lo público, sin una preparación para el cargo a servir, pudo inscribirse como candidato a toda corporación de elección popular, gracias al susodicho voto preferente.
Fue la oportunidad esperada por algunos que, financiados con recursos de dudosa procedencia, vieron la ocasión para hacerse con el poder político local, regional y nacional.
No es exagerado decir que con el voto preferente se acabó de deteriorar la actividad política, se ayudó a corromper al electo. Hoy, quien desee aspirar a un cargo de elección popular, no basta con que tenga buen nombre y opinión, sino también con una fuerte chequera para no morir en el intento de hacerse elegir.
Lo más grave es que quienes así salen electos, sienten que no le deben nada al partido que les otorgó el aval para poderse inscribir ante el Consejo Nacional Electoral. Muy al contrario, son los partidos los que deben agradecer a los candidatos por haberse avalados bajo su sombrilla. ¡Vaya paradoja!
Y como tal, obran en las votaciones de proyectos de ley, ordenanzas, o acuerdos municipales sometidos a su consideración, con total autonomía e independencia, sin rendir cuentas ante sus partidos, votando en muchísimas ocasiones en contra de lo que significan los postulados ideológicos y filosóficos que dijeron abrazar y compartir.
Al descrédito habitual del elector hacia la política, se suma el resquebrajamiento de la autoridad de los partidos, que además hoy poco o nada le dicen a la opinión pública.
El voto preferente antes que propiciar la consolidación y unidad de los partidos, dinamitó en miles de pedazos la actividad política en el país. Hoy los partidos son unos verdaderos archipiélagos donde cada quien se hace elegir como puede, y actúa como se le viene en gana. Cada concejal, cada diputado, cada representante o senador, se considera a sí mismo el dueño de los votos y por ende esa es la forma como interviene en cada Corporación.
La debilidad, el resquebrajamiento, la ausencia de autoridad, la falta de credibilidad de los partidos políticos no debe ser motivo de alegría para nadie, ni siquiera para los escépticos de oficio, ni para los ausentistas profesionales. El derrumbamiento de la estructura política cuyos cimientos son los partidos, constituye la antesala del fin de la democracia. Así de claro.
De ejemplos estamos llenos en el vecindario. La crisis venezolana que nos conmueve por su magnitud humanitaria, y porque al fin de cuentas la estamos padeciendo en carne propia, tuvo la letal fórmula del descrédito de los partidos, que permitió al pueblo venezolano en su desespero lanzarse a los brazos de una dictadura, de la cual hoy se lamenta sin consuelo.
Ojala el Congreso de Colombia que está estudiando un proyecto de Reforma Política comprenda la urgencia de recuperar el noble oficio de representar a la ciudadanía, así como de fortalecer los partidos, y proceda a dar cristiana sepultura al perverso mecanismo del voto preferente que tanto ha contribuido a nuestra decadencia, y que tanto amenaza a nuestra democracia.
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