El título de esta columna no es mío, lo escribió el geógrafo David Harvey en el año 2000, retomando, además, un texto de Marx en donde reflexionaba sobre la relación hombre-naturaleza. Al respecto, este último decía: “la abeja avergüenza con la construcción de sus celdillas a más de un arquitecto”. Los arquitectos inspiramos a muchas personas y disciplinas por la capacidad imaginativa que adquirimos para diseñar espacios, ordenarlos y establecer relaciones con el medio ambiente. Aunque hay que reconocerlo, la condición de nicho que tienen las abejas, les permite relaciones más armoniosas con la naturaleza, asunto que nuestra especie hasta ahora no ha podido lograr. O si no que lo digan los recientes efectos catastróficos de las fumigaciones sobre las abejas que, de paso, interrumpen los ciclos vitales de polinización, claves para garantizar la resiliencia y la sustentabilidad de todas las especies en el planeta, incluida, por supuesto, la humana.
Pero en nuestra sociedad, la capacidad imaginativa de los arquitectos llega hasta donde las fuerzas del mercado lo permitan. Y quizás por esta razón, las utopías espaciales prácticamente desaparecieron, y los arquitectos, como las abejas, parecemos limitarnos a reproducir un saber-hacer, delegando en otros la capacidad de tomar decisiones, de imaginar ciudades, de ejercer control y veeduría socio-espacial a los gobiernos con autonomía profesional y disciplinar. Y también, por supuesto, hemos perdido espíritu autocrítico para evaluar y regular nuestras propias actuaciones, cuando ellas entran en conflicto con el interés general.
La arquitectura parece reducirse al ejercicio privado de la producción de espacios como objetos materiales e intercambiables, apartándose de sus connotaciones sociales y simbólicas. Inmersa en las rutinas del mercado, la arquitectura casi siempre elude una de sus cualidades más importantes, la capacidad de producir sueños colectivos, al renunciar a las utopías socio-espaciales que tanto inspiraron a las sociedades nacientes de la revolución industrial.
Es cierto que, a diferencia de aquellas épocas donde la arquitectura y el urbanismo jugaron un papel protagónico en la articulación de los cambios sociales con los espaciales, hoy no se le atribuye el mismo liderazgo en su capacidad transformadora. La vivienda social, por ejemplo, que inspiró tantas utopías, algunas realizadas y otras no, desaparecieron prácticamente del interés de la arquitectura, dejándole al Estado burocratizado la tarea de ofrecer viviendas como celdas de un panal, carentes de toda consideración humanista. Y lo peor es que se vanaglorian de tales “soluciones”, cuando en realidad están contribuyendo a germinar una problemática de salud pública, tan grave o peor que la que produjo la crisis de la salubridad e higiene de las primeras concentraciones urbanas generadas por la industrialización.
Los arquitectos le entregamos a las corporaciones financieras la capacidad de decidir sobre las características de la vivienda, reduciéndolas al valor del m2, subsidios, tasas de interés, ahorro programado, etc. Y en no pocos casos, adoptamos acríticamente sus posturas como abejas obreras de ese perverso sistema de valores.
Pareciera urgente repensar las utopías espaciales y el ejercicio profesional a la luz de nuevos consensos éticos en torno a las políticas públicas sobre los ordenamientos socio-espaciales de diferentes escalas espacio-temporales, las transformaciones ambientales y la sustentabilidad territorial, el uso de diferentes tecnologías aplicadas para dignificar la calidad de vida en el espacio, el reconocimiento de la diversidad de intereses culturales y espaciales en un territorio de desigualdades, las relaciones entre colaboración y competencia sabiendo que no son excluyentes, la normatización de la profesión y sus prácticas técnico-políticas.
Las utopías espacio-temporales ya no son estáticas sino dinámicas, flexibles y adaptativas. Y ahí está el mayor reto para la arquitectura, pues además de crear y soñar, debe transformarse a sí misma, como lo hacen las abejas cuando emprenden la construcción de un nuevo panal después de haber producido las mejores mieles.
Todo ello en el marco de lo que la constitución política y el ordenamiento territorial definieron como la prevalencia del interés general sobre el particular, la función social y ecológica de la propiedad y la distribución equitativa de cargas y beneficios en el ejercicio de construir ciudad y transformar el territorio. Aquí está el acuerdo de base sobre el cual podemos explorar nuevas relaciones con los diferentes actores públicos y privados.
* Con esta columna damos continuidad a las reflexiones sobre la ciudad que ha asumido la Sociedad Colombiana de Arquitectos, regional Caldas, como parte de su responsabilidad ciudadana.
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