El año 2017 será recordado en Colombia por hacer visibles los efectos y graves consecuencias del cambio climático y sus expresiones catastróficas sobre la vida de miles de compatriotas localizados en grandes o pequeñas ciudades. El tamaño no importa, porque de lo que se trata es de una crisis generada por la relación conflictiva entre naturaleza y cultura, ocasionada por un modelo de sociedad y economía insostenibles que privilegia el crecimiento y desarrollo por encima del bien-estar y el buen-vivir.
Aún recordamos con frustración el Fenómeno de la Niña 2010-2011 que afectó 730 mil hectáreas en todo el territorio nacional, más de 500 establecimientos educativos de 18 departamentos y 150 municipios, entre muchos otros daños colaterales no calculados. Pese a haber decretado el estado de emergencia económica, social y ecológica en todo el territorio nacional, para reorientar recursos hacia la prevención y mitigación de los riesgos asociados a tales fenómenos, hoy seguimos lamentando las tragedias que cobran la vida de ciudadanos en Mocoa por la avalancha de los ríos, o en Manizales por los deslizamientos de tierras, o en Cali por la inundación de barrios debido al crecimiento del río Cauca, o en Medellín con sus recurrentes crisis en la calidad del aire del Valle de Aburrá, entre muchas otras dramáticas consecuencias.
Los expertos en estos temas nos dicen que no basta con la mitigación de tales riesgos, si paralelamente no se toman medidas más estructurales y de largo plazo orientadas a la adaptación al fenómeno de la variabilidad climática. Autores como Giddens (2010) al cuestionar el modelo de desarrollo actual, proponen volver a la planificación del territorio en diferentes escalas y temporalidades con el fin de adaptarse a los fenómenos cambiantes del clima. Lo cierto del caso es que el cambio climático hay que estudiarlo globalmente, pero tiene efectos localizados en el territorio. Las acciones, por tanto, no pueden ser solamente reactivas, sino que comprometen un tipo de sociedad y economía que va en contravía del necesario equilibrio social y ecosistémico.
Las ciudades arrastran una gran responsabilidad en esta crisis, al ser ellas las mayores generadoras de las causas atribuibles al cambio climático, pero también sus principales víctimas. Por supuesto, no estoy sosteniendo el regreso a un modo de vida rural basado en la economía familiar de subsistencia. De lo que se trata es de repensar las ciudades actuales y de arrebatárselas a la economía de la especulación inmobiliaria y financiera, para devolverles la virtud de ser escenarios de integración humana, convivencia ciudadana, buen vivir y bien estar. Y esto solo es posible si logramos que los avances científico-técnicos que caracterizan esta época sean aplicados a tales propósitos y no al enriquecimiento de unos pocos. Autores como Piacentini, Salum y Dubbelin (2016) nos reiteran medidas como la planificación integral del territorio (regional y municipal), la gestión del riesgo de desastres, la incorporación de tecnologías limpias aplicadas a la prevención, la consideración del ecosistema natural como “capital social”, la promoción de la agricultura urbana y periurbana, la reforestación de bosques, las construcciones sustentables, la promoción de sistemas públicos e integrados de transporte no generadores de gases de efecto invernadero, entre otras ideas. Y el agua, con todo lo que ello implica desde el punto de vista ecosistémico para la supervivencia humana, será determinante en este siglo que apenas comienza.
Deberíamos aprovechar el debate sobre el POT en Manizales para definir los desafíos ciudadanos frente a la crisis climática de la próxima década, superando el criterio simplista de “ordenar” el territorio basado en las necesidades del mercado inmobiliario. Lo verdaderamente estructural del POT está en si queremos convertir a Manizales en “el mejor vividero” o en una “tumba con teléfono, baño y ascensores”, parodiando al poeta Ciro Mendía. El mejoramiento integral de barrios debería incorporarse en la agenda urbana y en los programas de mitigación del riesgo. La protección integral de las cuencas hidrográficas debería ser sagrada como garantía para no romper, ni interrumpir sus ciclos vitales de corto y largo espectro, porque al final de cuentas, y como ha quedado demostrado mil veces, el agua recuperará lo que le pertenece, aún a costa de nuestras vidas.
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