Creemos, erróneamente, que es la política la que unirá las naciones latinoamericanas. Caro error. Por el contrario, son sus aristas, los valles en los pensamientos humanos, las pasiones que genera y los odios viscerales que exacerba los que nos separan. Desde la independencia hasta nuestros días han sido los políticos quienes han cosechado réditos en una américa disuelta, señera en abismos insondables y matizada por enemistades que encienden regionalismos ridículos. El anhelado sueño de una América unida no se alcanzará en la lucha por el poder, en la aspiración por las corporaciones públicas, con escaños en el congreso ni mucho menos en la fortaleza de las armas de los ejércitos nacionales.
No es una quimera sin sentido visualizar una América unida. Un espacio geográfico que no encuentre en sus fronteras límites para el abrazo entre hermanos, donde los ríos, las cordilleras, los bosques y sus mares sirvan por igual a sus gentes. Un territorio que irrigue sus riquezas por las naciones que yacían sobre él, antes que los confines del hombre llegaran. Una nación unida por una misma identidad en lugar de separarse por rancias y anacrónicas teorías de luchas de clases. Un suspiro a la eternidad para clamar al creador por una misma bendición.
Pero otra ha sido nuestra experiencia. Desde México hasta la Patagonia argentina hemos dado preponderancia a una cultura aprendida pero no heredada, en la que los rasgos identitarios se han desdibujado para hacernos suponer mejores que nuestros hermanos. Hemos dejado atrás los lazos de una misma sangre que se comparte desde tiempos inmemoriales para hacer énfasis en las particularidades que nos diferencian olvidando que aún, bajo estas características, se afinca nuestra identidad cultural. Con las primeras letras enseñamos que los colores de la bandera priman sobre el rojo intenso de la sangre, que los simbolismos de un escudo valen más que el clamor homogéneo de un pueblo, que nuestra identidad está dada en función del país que nos dio cobijo y no del magno suelo que yace bajo nuestros pies.
Nuestra América latina es vida. Es el verde esmeralda que deslumbra en la Amazonía, el blanco perlado que cubre los imponentes andes mágicos, el rumor constante que en forma de ríos baja de las montañas para irrigar fértiles suelos que dan lugar a la biósfera más rica del planeta, es el rojo carmesí que cubre el desierto de Atacama, las montañas celestiales de Machu Picchu, la modernidad pujante de Brasilia, la riqueza cultural de Colombia o México, es el tango Argentino, es la gente que habitó sus territorios sin reconocer fronteras entre hermanos, es la fuente de riqueza que ha sido miserablemente saqueada para sustentar otras latitudes mientras los nuestros caen famélicos en trabajos de esclavos. Nuestra América es todo lo que nos hace quienes somos y posibilita lo que seremos. América Latina es una sola, homogénea y compacta, que está lista para levantar 650 millones de voces en un solo sentir, sin importar a cuál de los 30 países corresponde su canto.
El gran sueño latinoamericano no debe depender de los gobiernos de turno que ocupan las sillas presidenciales. Sin importar si hoy el nuestro es de izquierda o derecha o si el vecino es amigo o enemigo, nuestros gobernantes tienen la responsabilidad de estrechar los lazos entre estas naciones hijas de un mismo sueño y sucesoras de una misma tradición. Somos los herederos de un rico continente que nos ha enseñado a no depender de extranjeros para sostener nuestros vástagos y que llena las alforjas con nuevas oportunidades que cada día se abren ante nuestros ojos. Somos los hijos de una América libre, orgullosa y digna que llena el corazón y nos hace sentir parte de su proceso histórico. Somos su pasado y su presente. También seremos su futuro.
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