Las enemistades rancias poco aportan en los procesos democráticos. Ahondan rencores, profundizan divisiones y destruyen todo cuanto tocan. Son un cáncer que consume lentamente el futuro de las sociedades y erosiona los cimientos sobre los que se construyen las naciones. Crear consensos, establecer alianzas, matizar polaridades y estrechar lazos debe ser una bandera de todos los Estados para permitirle a su pueblo desarrollarse en paz. Bajo esta premisa, no se puede desconocer el valor de la próxima administración para crear un gran pacto nacional que le abra espacios para impulsar, bajo un ambiente de sana discusión y abierta deliberación, los cambios que requiere la patria.
Sin embargo, demasiado al este es oeste. Algunos mendicantes no contuvieron su deseo de feriar su dignidad política hasta el siete de agosto y, tan pronto se conocieron los resultados electorales, iniciaron la oferta. Acostumbrados a atiborrarse en los placeres que da la burocracia, demostraron su incapacidad para conformar una oposición objetiva y ponderada y se apresuraron a plasmar con su rúbrica, frías declaraciones de apoyo a un periodo que empieza. Cuando menos, tres agrias impresiones han dejado esta fatal coyuntura.
En primer lugar, la incapacidad de construir una sólida oposición. Los principales candidatos que hicieron campaña contra una izquierda que se mantuvo unida hasta alcanzar la victoria, no demostraron su talante histórico para nutrir el debate democrático desde una bancada unida que sirva como contrapeso a las propuestas del gobierno entrante. Por el contrario, sin ningún rubor han ratificado su apoyo a la agenda legislativa que ellos mismos criticaban unos meses atrás, abriendo el escenario para un ejercicio autoritario del poder cuando éste se encuentra desprovisto del control parlamentario pues, como lo expresó el inglés John Emerich Edward Dalkberg Acton, más conocido como Lord Acton, “el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Esta misma pusilánime rendición abre el debate sobre un aspecto trascendental en la conformación de los poderes públicos: la representatividad. El nuevo gobierno se alzó en las urnas con una estrecha diferencia de 700 mil sufragios. Esto significa que en nuestro territorio habitan 10,5 millones de personas que no compartieron las propuestas presentadas por la coalición victoriosa y que hoy yacen en una orfandad absoluta dado que el ingeniero - candidato no ha sabido escuchar sus voces. Las fuerzas que se han sumado al equipo vencedor no lo han hecho como resultado de un amplio proceso de consulta a las bases que les confiaron su voto sino como una postura individual que niega el reconocimiento a la mitad de la población colombiana que silenciosa ve en sus líderes una sumisión a sus ideales.
Como consecuencia de lo anterior viene el problema de la coherencia política. Los mal llamados líderes de los partidos opositores, hoy convertidos en voraces carroñeros atentos a los manjares burocráticos, han olvidado que, tanto en lo público como en lo privado, se debe pregonar lo que se piensa y actuar en consecuencia. No se puede cambiar de principios cuando cambian los votos. Es imposible imaginar que respuesta se le puede dar a un elector, cada vez más racional y menos emocional, cuando inquiera la razón por la cual una propuesta ideológica pasó de ser fuertemente controvertida a ampliamente respaldada en un par de semanas.
Nuestros congresistas, o al menos aquellos que se hicieron elegir con los votos de una oposición formada, íntegra y unida, y que a dos semanas de las elecciones hacen parte de la coalición de gobierno en espera de puestos, prebendas y beneficios personales, son una vergüenza para la democracia, para las instituciones a las que pertenecen y para sus electores. Traicionan sus ideales y dejan en el abandono las banderas que les posibilitaron llegar a las dignidades que ocupan. Petro no es el responsable de la ausencia total de norte de los dirigentes que se hicieron elegir bajo una premisa que posteriormente olvidaron. Por el contrario. Su postura abierta al diálogo y a la superación de la polaridad que nos aqueja es loable, aunque ello no signifique aceptar un gobierno sin el control político que ejercen los partidos de oposición. Se le debe reconocer que sus tesis han sido defendidas con ahínco y de manera constante a pesar de las adversidades y esa perseverancia le fue reconocida en las urnas. Con razón el cambio ganó.
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