Hemos presenciado, aterrados, el secuestro de un país. Con absoluto desparpajo las Autodefensas Gaitanistas de Colombia - conocidas como el Clan del Golfo – decretaron un paro armado en 11 departamentos entre el 5 y el 10 de mayo como represalia por la extradición de su líder máximo. Y los resultados superaron todas las expectativas.
Mientras el gobierno nacional daba partes de tranquilidad a la ciudadanía anunciando que la situación estaba bajo control, la realidad en el campo colombiano era otra. Homicidios, desplazamientos y actos de sabotaje contra la infraestructura fueron la constante durante estas oscuras jornadas.
Según estadísticas ajenas al Ministerio de Defensa, durante estos pocos días el Clan del Golfo consumó 24 homicidios, 309 actos violentos sobre civiles, 15 tentativas de homicidio, 26 obstrucciones en vías públicas, 118 daños a bienes particulares, 5 hostigamientos a misiones humanitarias, 22 ataques a la fuerza pública y 2 uniformados asesinados. Estas acciones se llevaron a cabo en 178 municipios de 11 departamentos del país. Una cruda radiografía para un grupo armado que, según el presidente, se encuentra ad-portas del fin.
Nada de eso. La delincuencia organizada en Colombia está más fuerte que nunca pues tiene el control territorial – casi que absoluto – sobre la ruralidad nacional. No existe un centímetro seguro en el campo colombiano. Desde la Guajira hasta el Amazonas, pasando por el Pacífico o la Orinoquía, la amarga realidad es que las zonas veredales se han convertido en dominios de estructuras criminales que utilizan la economía campesina para financiar sus actividades ilícitas.
Esta situación no es exclusiva de las regiones donde operan las AGC. Existen, igualmente, otros grupos armados como las disidencias de las Farc que se han reagrupado y han comenzado a ejercer el control territorial en las regiones donde antes operaba la guerrilla fariana, sin mencionar las zonas que controla el ELN en Arauca, Casanare y Chocó y el EPL o “Los Pelusos” que operan en Santander y el Catatumbo. Según los conteos oficiales, todos estos movimientos insurgentes cuentan con cerca de 7 mil hombres en armas y una cifra similar en redes de apoyo.
Bajo estas premisas resulta inexplicable la razón por la cual las Fuerzas Militares de Colombia, que poseen 452.000 hombres (incluida la policía), se han visto copadas en multitud de oportunidades por grupos violentos que imponen su ley a sangre y fuego. En efecto, el paro armado “decretado” por el Clan del Golfo dejó en evidencia a un sector defensa que se encuentra poco dispuesto para ejercer la soberanía del Estado en los lugares donde esta es requerida y con uniformados mas dispuestos a aceptar el secuestro nacional de los grupos ilegales antes que cumplir con el juramento a la bandera en defensa de los colombianos.
La ofensiva a la criminalidad no solo se logra con fuerza. Es necesaria la motivación a los uniformados que se ha visto minada por una continuada campaña de desprestigio sobre los hombres y mujeres que honrosamente han prestado sus servicios a la patria. Una mejor remuneración para el personal operativo que hoy cuentan con una injusta retribución que rodea los 2 salarios mínimos, una profesionalización constante que los prepare para asumir su papel con integridad, honor y rectitud, y un apoyo de todos los Colombianos como sociedad, son herramientas para empoderar a nuestras autoridades en el cumplimiento de sus deberes misionales.
Entre tanto, asistimos perplejos al quiebre de la institucionalidad en la cual se imponen órdenes por parte de los violentos que todos los colombianos, inermes, debemos cumplir para proteger nuestras vidas. Es el momento que nuestro presidente (sea quien sea) se pregunte en verdad ¿quien manda aquí?
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