Juan Álvaro Montoya
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Los Estados Unidos de América son un imperio. De ello no cabe duda. El coloso emplea con destreza su poderío económico y militar para alinear a las naciones latinoamericanas que fueron mal acuñadas como su “patio trasero”. Por más de un siglo se ha mantenido un paternalismo constante hacia estos pueblos que no han logrado una completa emancipación política. Esta relación filial comienza a languidecer en nuestro continente y amenaza con abrir brechas que pueden tener serias consecuencias en el modelo económico imperante y la estabilidad de una región que ha visto al país del norte como su más fuerte aliado.
Durante los últimos años hemos observado un cambio en la diplomacia norteamericana que se ha enfocado con mayor ahínco en naciones del lejano oriente que en su propio vecindario. Países como Afganistán, Somalia, Irán y aún Corea de Norte han tomado tanta relevancia en Washington que se han olvidado de sus vecinos inmediatos en América Latina. Ante el vacío generado por la falta de atención de las diferentes administraciones estadounidenses en esta parte del mundo, otros gobiernos como el ruso, han encontrado una oportunidad de oro para expandir su injerencia y sitiar a la potencia americana por todos los flancos. Para lograrlo utilizan un discurso antiimperialista (como si Rusia no fuese un imperio), una construcción teórica que hace suponer que el capitalismo y la democracia son abiertamente incompatibles, una doctrina ultranacionalista arropada bajo ideales comunistas como la gran alternativa de madurez de nuestras naciones latinoamericanas. Qué gran mentira nos han vendido. Sería el equivalente a decir que naciones como Noruega, Suecia, Finlandia o Bélgica son Estados absolutistas, que han involucionado en sus procesos democráticos y que viven bajo un yugo opresor que aplasta las libertades individuales.
Por el contrario, la historia ha demostrado que son precisamente los regímenes socialistas los que terminan oprimiendo al pueblo, despojándolo de sus libertades, de sus propiedades y de sus sueños. Estos, por lo general, confabulan aferrándose al poder con tanta fuerza y de tal forma que se convierten en tiranías hegemónicas donde no existen mecanismos de control al poder ejecutivo y que cercenan cualquier posibilidad de disenso, que sí es respetado y valorado en nuestros sistemas democráticos que ellos infamemente llaman “dictaduras”.
Bajo estas falacias, América Latina ha venido dando un giro hacia la izquierda convenciendo a una generación que ha crecido bajo el influjo de las redes sociales, que le dan mas importancia a los “likes” que, a la tasa de cambio, que contemplan la política desde la perspectiva de un mensaje corto en “Instagram” o “Twitter” en lugar de los análisis reflexivos del contexto. Los réditos que ha capitalizado el socialismo latinoamericano han desplazado la influencia estadounidense que ha visto severamente diezmado su campo de acción en su propio continente, ante una Rusia que avanza sin cesar y sin que nadie le presente oposición.
Actualmente nuestro continente está gobernado, en su mayoría, por regencias de izquierda bajo jefaturas como la de Alberto Fernández en La Argentina, Luis Arce en Bolivia, Carlos Alvarado en Costa Rica, Manuel López Obrador en México, Laurentino Cortizo en Panamá, Daniel Ortega en Nicaragua, Pedro Castillo en Perú, Xiomara Castro en Honduras, Nicolás Maduro en Venezuela y ahora Gabriel Boric en Chile (quien ha sostenido públicamente que Chile será la sepultura del capitalismo en América Latina). Su común denominador es el ataque al capital, a las empresas y a sus estructuras de producción, promoviendo una estatización de los medios de información y ahuyentando la iniciativa privada como motor del desarrollo nacional.
Estas doctrinas nos venden humo. Nos prometen un futuro luminoso y su resultado solo produce estiércol para su población. Pregonan la importancia de las libertades, entre tanto sus mandatos restringen la prensa, la información y el goce amplio de la democracia. Se muestran como víctimas del imperio mientras sus cárceles están llenas de presos políticos que son arrojados a una mazmorra solo por disentir del gobierno. Promueven la austeridad en el gasto, pero sus funcionarios llenan sus bolsillos con coimas gigantescas por favorecer corporaciones que operan con libertad en paraísos fiscales sin controles para evasiones y lavado de activos. Nos venden sus mentiras como verdades y nosotros, ingenuos, las compramos y con intereses.
Para concluir una verdad evidente e incómoda. Hasta que no se cuente con el apoyo decidido de la potencia norteamericana, nuestra libertad democrática – imperfecta como es – caerá bajo las garras de los fanáticos del comunismo que siempre abundan.
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