Juan Álvaro Montoya


Chocó es, tal vez, el tesoro mas descuidado que tenemos en Colombia. Su riqueza minera, ambiental, hídrica y humana lo convierten en una joya difícil de cuidar y mucho más compleja de articular. Los réditos de una adecuada gestión en este departamento pueden representar incalculables beneficios para nuestra patria que solo podrán alcanzarse después de transitar por un camino que no se encuentra exento de escollos.
Recorrerlo conlleva adentrarse en sus matices. La imponencia de su cordillera se levanta bajo una selva tupida que cubre de verde su historia. Desde lo alto se observa la exuberancia de un territorio que es bañado por los ríos Atrato, San Juan y Baudó, la multiplicidad de su flora y la vida que palpita insistentemente en una región que ha sido bendecida por la mano del creador. Quien ve su potencial, sabe que invertir en su desarrollo no es “perfumar un bollo”, como peyorativamente fue señalado por un político antioqueño y en sus suelos se encuentra buena parte del futuro nacional.
Sin embargo, transitarlo por vía terrestre comporta una experiencia diferente. En la mayor parte de su geografía sus carreteras son prácticamente inexistentes, pues solo existen malgastadas trochas, ríos y afluentes que se emplean como vías por donde cruzan desbaratados botes que transportan indígenas, comunidades afrocolombianas, colonos, mestizos, militares y en ocasiones grupos armados ilegales que reconocen en el Chocó la riqueza que el Estado no ha podido ver en casi un siglo de existencia. Quibdó es un puerto activo, que posee la capacidad para convertirse en una de las ciudades más relevantes del país, pero que ha sido insistentemente golpeada por la corrupción, la violencia, el desdén y, en el mejor de los casos, el desorden administrativo.
Si este panorama dantesco se advierte en su capital, no mucho más podría esperarse de sus otros 29 municipios que se encuentran sumidos en la pobreza, el hambre, la inseguridad y el abandono absoluto. Los dineros de inversión quedan en dudosas manos y las obras no se concretan en las comunidades. Aunque gracias a sus recursos naturales el departamento puede crecer a tasas mayores del promedio, aporta menos del 1% al PIB nacional.
Pero en Chocó los males no llegan solos. A la ineficiente y, en ocasiones, corrupta forma de disponer de las cuentas públicas se suman complicaciones endémicas que deben ser atendidas con urgencia. Su precario sistema de salud, la condición de pobreza generalizada en una gran parte de su población, la influencia de la minería ilegal en sus habitantes, las dificultades en la resolución de problemas de saneamiento básico y el enfoque étnico que debe considerarse en las propuestas de atención, debe sumarse la proximidad entre el océano pacífico y una espesa selva que se convierte en un corredor natural de armas y drogas que nutren en sus laderas un conflicto que allí se niega en desaparecer y que baña de sangre sus suelos. En efecto, la desarticulación de las Farc como grupo armado ilegal en Litoral de San Juan ha degenerado en el enfrentamiento de otros movimientos irregulares como el existente entre las Autodefensas Gaitanistas de Colombia y el Eln que ha provocado el desplazamiento de cientos de personas en sus áreas de influencia y el asesinato de sus líderes. Esta situación – que no es exclusiva de este municipio – se replica en la mayoría de sus territorios y representa un reto para las autoridades de todos los órdenes.
Sacar avante al Chocó de este estado de letargo, a través de un Plan de largo plazo correctamente articulado debe ser un propósito de Estado y no de Gobierno. Las políticas deberán enfocarse en traer paz en sus laderas, estabilidad en sus gobiernos y transparencia en sus protocolos y tal vez en algunos años podremos decir que esta reserva verde también es un polo de progreso para Colombia.
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