“Todo está más caro”, es la expresión habitual durante el primer mes del año 2022. Desde el anuncio del gobierno nacional de incrementar el salario mínimo en un 10,07%, inició la escalada de precios que nos tiene haciendo cábalas sobre los orígenes multifactoriales de este mal.
La inflación es un cáncer. De eso no cabe duda. El incremento constante de precios destruye el poder adquisitivo, la confianza inversionista y la estabilidad en las finanzas públicas. Las políticas antinflacionarias revisten tal seriedad y comportan tal responsabilidad, que nuestra “carta magna” les dio jerarquía constitucional, ordenando al Banco de la República “velar por el mantenimiento de la capacidad adquisitiva de la moneda”. Bajo esta premisa, toda medida en este sentido es válida y cualquier esfuerzo es poco para frenar esta enfermedad que consume los cimientos de la riqueza nacional.
En términos generales podemos definir la inflación como el aumento constante en el precio de los bienes y servicios que se transan en un país. Este incremento de precios tiene múltiples causas que coadyuvan a esconder los verdaderos responsables. De esta manera, en un contexto como el actual, todos tienen la culpa y nadie responde por una dramática situación que está empobreciendo aceleradamente a los hogares colombianos. Para ello quiero referirme tres hipótesis generalizadas que inciden directamente con la inflación que vive nuestro país.
Sostener que el precio del dólar solo afecta a los ricos es falso. Afirmar tal exabrupto es el equivalente económico a decir que el covid solo lo sufren los viejos. El dólar es la moneda reina a nivel mundial pues todos los bienes y servicios que se comercializan tarde o temprano se tasarán en dólares y, por lo mismo, su incremento afecta por igual todos los sectores del aparato productivo. Transporte, medicinas, tecnología, comunicaciones, insumos agrícolas, vestuario y hasta entretenimiento son productos que se transan en la moneda verde. Por esta razón, si el agricultor más pequeño de nuestra bella geografía debe asumir mayores costos de insumos, transporte y abonos a causa de un incremento constante en el precio del dólar, este valor adicional se trasladará necesariamente al precio final del producto, a título inflacionario.
El contexto político importa. Tal vez el temor generado por un cambio de gobierno no sea el único componente que determina el aumento en los precios de los productos, pero sí es el que más peso tiene. En un entorno globalizado como el actual, ningún país deambula solo por el mundo. Todos confluyen en una comunidad internacional que se apoya mutuamente y que ha generado interdependencias imposibles de ignorar. Las propuestas populistas de algunos candidatos de encender las impresoras de billetes para acabar con la pobreza de Colombia pueden funcionar muy bien en las series de Netflix, pero en realidad representan un yerro de incalculables proporciones. La razón es muy simple: a mayor cantidad de dinero circulante, mayor será el precio de los productos. Este camino lo transitó Venezuela durante los últimos años y los resultados fueron evidentes. La cantidad de dinero que imprimió el Banco Central de Venezuela fue proporcional al incremento de los precios en el vecino país que llegó a niveles cercanos al 1.000% anuales, devaluando el “bolívar fuerte” al absurdo de utilizarlo para cosas más innobles que la basura.
Finalmente, la psiquis colectiva juega un factor determinante. El día siguiente al anuncio del gobierno de incrementar el salario mínimo en un 10,07%, los productores de lácteos en nuestro país elevaron la leche, queso y otros derivados en el mismo porcentaje, atribuyendo que, a mayores costos, necesariamente se incrementarían los precios. Con esto el valor real del incremento salarial se diluye a cero, pues el aumento en el ingreso del trabajador se evapora con nuevo precio de los precios de los productos.
La riqueza de un país no se logra subiendo los precios, trepando los salarios, falseando la información pública, imprimiendo billetes como locos, o prohibiendo la circulación de otras monedas a precios que sean producto del capricho de los reyezuelos de turno, ni mucho menos gastando millonadas en publicidad repitiendo que todo está bien. Esta es producto de la estimulación del aparato productivo, de la marcha a toda máquina de nuestras industrias, de la creación de empleo en todos los niveles y, desde luego, del combate frontal a la maldita inflación, a través de diversos programas que, debidamente articulados, nos permitan superar el que hoy es nuestro mayor dolor de cabeza económico.
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