Hace siglos de siglos la mentira se enseñoreó del género humano. El engaño, la traición y las maquinaciones se han empleado por el hombre como una herramienta de primer orden para avanzar en sus objetivos. No existen límites. Desde pequeños engaños en trivialidades de cada día hasta complejas intrigas que rompen la columna vertebral de imperios milenarios, las falacias han sido pieza fundamental en el ajedrez del poder.
Tan antiguo como el arte de mentir es el estudio de las estrategias de manipulación. Aprender a distinguir la diferencia entre lo que es verídico y no lo es, y la forma de afrontar estas dicotomías, han sido el eje principal en muchos textos que vienen a nosotros como fuente de sabiduría ancestral. En la cultura occidental la mentira se relaciona con una divergencia entre lo que se afirma y los hechos que se examinan. Sin embargo, otras culturas tienen análisis más elaborados para dichos términos. En la tradición judaica contenida en la Torá, la mentira se vincula a una actitud de una persona que no inspira confianza dado que la verdad no se dice, se demuestra. En el islamismo por el contrario se permiten ciertas falacias con el objetivo de protegerse a uno mismo o a un bien de mayor valor, sin que ello tenga una connotación negativa, aunque desde el Corán se ruegue por su castigo: “Luego roguemos seriamente que la maldición de Allah caiga sobre los mentirosos” [Corán 3:61]. Buda por su parte lleva esta interpretación al extremo para indicar que no es admisible “decir una mentira deliberada, ni siquiera en broma”.
Pero el empirismo se ha apartado diametralmente de estas enseñanzas espirituales. El “Calila y Dimna” es un antiguo texto indio (que no indígena) de enseñanzas sobre el poder y la forma de administrarlo. En sus páginas se narra la historia de dos chacales, uno de los cuales (Calila) se presenta como un ser reflexivo, sabio y prudente y el otro (Dimna) se ilustra como un personaje manipulador, mentiroso y engañador. Las conclusiones obtenidas por el segundo chacal resultan amorales, pero inmensamente prácticas. Estas mismas enseñanzas fueron abordadas siglos después por Maquiavelo en su inmortal trabajo “El Príncipe” que, inspirado en el Cardenal César Borgia, expuso la manera como debía conducirse un gobernante para ejercer el poder sin dubitaciones e imponer su voluntad pese a los múltiples enemigos que pudiese tener. Lejos del príncipe debían estar la moral o el sentido de lo correcto ya que, bajo su dominio, debía primar la practicidad y la efectividad en el logro de las metas.
Nuestra historia reciente no se aleja de estos postulados. Durante los últimos años han cobrado una gran relevancia los textos de Robert Green como un reflejo palmario de la carencia de moral que debe caracterizar al hombre que busca el poder cuando de lograr sus objetivos se trata. Sus enseñanzas pregonan una y otra vez la necesidad de mentir, traicionar, destruir, oprimir, presionar y, si es necesario, exterminar físicamente a nuestros enemigos.
No bastarán buenas intenciones dado que será necesario un plan perfectamente elaborado y preparado para apartar del camino todos los obstáculos e imponer, aún si fuere necesario por la fuerza, la voluntad de quien así actúa.
Estas líneas no deben sorprendernos. Son la regla en el actuar de nuestros políticos, empresarios, tutores, guías y aún amigos. Asistimos cada día a la exhibición de una profunda hipocresía por parte de todas las personas cuyo ego mayestático les hace percibir que están destinados a ocupar el solio de bolívar, una posición de dignidad o suponer que su apellido quedará grabado con líneas de fuego en la historia. Pero Julio César, Napoleón o Bolívar son la excepción.
La regla nos dice que seremos olvidados, que nuestros nombres pasarán con el tiempo y que lo único que permanece es la voluntad del Eterno Creador pues todo lo demás es “Vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol? … No hay memoria de lo que precedió, ni tampoco de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después”.
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