Las pérdidas son naturales en las guerras. Quien se aventura en una campaña militar sabe que agotará sus arcas, despedirá amigos, enterrará soldados, exterminará pueblos, destruirá ciudades, verá la sangre correr por sus manos y escupirá sobre las tumbas de sus adversarios. Al final nada interesa. Ni los muertos, ni los oprobios, ni los detractores, ni las viudas o los huérfanos. Los recursos no estratégicos son estiércol para el hombre que se forja en batallas. Lo importante es la victoria.
Se pueden edificar monumentos de denuestos contra Vladimir Putin. Sostener que ha masacrado al pueblo ucraniano durante la invasión de que ha sido víctima, que se “robó” impunemente la península de Crimea en 2014 o que ha perseguido sin misericordia a sus opositores hasta caer víctimas de venenos mortales de desarrollo militar. Estas características solo nos dicen una cosa sobre él: es un señor de la guerra.
Existe suficiente literatura sobre el nuevo zar. Resguardado en un poderoso armamento nuclear e indestructible fuerza de armada, ha asumido el liderazgo ante su nación para recuperar los territorios que perdió la Unión Soviética y anexionarlos a su amada Rusia. Los principales analistas del país eslavo tienen plena certeza que, pese a la maquinaria propagandística que sustenta la invasión a Ucrania como una necesidad para defender las provincias de Donetsk y Lugansk, la verdadera motivación del Kremlin es iniciar una campaña para extender los dominios rusos en Europa. Además de Ucrania, en la mira están Armenia, Estonia, Finlandia, Georgia, Letonia, Lituania y Suecia. Por ahora Bielorrusia duerme tranquila porque Aleksandr Lukashenko, su presidente, es un lazarillo de Moscú.
La reacción del cinturón negro que comanda Rusia como si se tratase de su casa de campo es muy simple. Disparar primero y preguntar después. Si le critican, dispara. Si le cuestionan, dispara. Si le increpan, dispara. Si lo sancionan, dispara. Si lo amenazan, dispara. Inclusive ha llegado al extremo de sostener que cualquier diálogo que le soliciten para que deje de apretar el gatillo de sus armas, debe comprometer una aceptación irrestricta de los “términos rusos” para reconocer internacionalmente la península de Crimea como suelo nacional suyo.
Como la mayoría del mundo, es imposible apoyar a Putin en la locura que ha iniciado. Hoy camina por el sendero de la destrucción y con él arrastrará todo el planeta que se humilla miserablemente ante su fuerza. Su causa solo le favorece a su ego, mayestático y superlativo, para reafirmarse como el hombre más poderoso del mundo. Cualquier expectativa menor le resulta insuficiente y quien le oponga resistencia corre el riesgo de terminar hundido en el pozo que implica tener los misiles nucleares del zar apuntando sobre su cabeza.
Conscientes de ello, mientras el zar hace sonar sus cañones, derrocando gobiernos e invadiendo naciones, los dirigentes occidentales solo logran hacer sonar sus campanitas de Twitter para anunciar sanciones que, lógicamente, nuestro personaje ya había anticipado. Semejante cobardía debe causar la hilaridad del regente postsoviético. La preparación de esta invasión tomó 8 años al presidente ruso que, desde la anexión de Crimea, ya había puesto sus ojos en todo el territorio ucraniano. Durante este periodo redujo su dependencia de occidente y estrechó lazos con enemigos de EE. UU. y la Unión Europea como China, Irán y Corea del Norte. Hoy la mayor parte de sus reservas internacionales están en Asia y sus principales socios comerciales no dependen del dólar ni el euro. No hay que equivocarse: Rusia no depende de occidente, pero sí de China y a ésta no se le puede bloquear económicamente pues sería un suicidio global.
Solo puedo imaginar las risotadas que deben sonar por el Kremlin al escuchar sanciones como la exclusión del mundial de fútbol o las restricciones para acceder a financiación internacional; y al saber que la pusilanimidad occidental le permitió conquistar Ucrania en una semana con unos cuantos misiles, algunos muertos, ciertas imposiciones que no tomarán mucho tiempo para ser levantadas y una retórica militarista que no ha parado de fluir. Fue un precio de ganga frente a una OTAN a la que le “tiemblan las nalgas”.
Salvo que algo extraordinario suceda, no cabe duda de que Vladimir Putin es el gran vencedor en esta historia. Sus tropas han sido desplegadas en un país extranjero en una acción armada que creímos extinta con la finalización de la Segunda Guerra Mundial. Putin ha cambiado la diplomacia occidental por las balas rusas. Y le ha funcionado.
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