Para que la democracia perdure, sus valores deben ser como un faro que ilumine por igual a nobles y plebeyos, ricos y pobres, eruditos y analfabetos. Su estandarte requiere ser uniforme y sus pilares se defienden sin importar si por su conducto se llega a conclusiones afines o no.
Se lucha y se sufre por la democracia. Cuando el murmullo de sus notas acompasa la melodía de la fortuna en las urnas, exaltamos sus resultados, celebramos su designio y reconocemos la mano de la divina providencia en estrechas justas electorales. Pero ¡ay, Dios!, cómo se padece la venganza de algunos contradictores que esperan solapadamente ascender al poder para hacer leña con los sueños de igualdad, libertad y fraternidad que ilustraron nuestras mentes juveniles hace algunas décadas.
El concepto de “democracia” se originó en la Grecia antigua a partir de los vocablos “démos” (pueblo) y kratía (fuerza). Desde entonces esta idea se ha convertido en un anhelo de sociedades organizadas que aspiran a decidir sus propios designios a través del sufragio universal. De allí se deriva la importancia de su respeto, garantía y ejercicio. Para que un colectivo social pueda adoptar las mejores decisiones para su futuro, necesita hacerlo en entornos de libertad e igualdad, en los cuales el voto de cada individuo tenga el mismo valor sin importar sus condiciones particulares de sexo, raza, credo, estatus económico o poder político. Estas nociones elementales son las reglas de juego en los sistemas liberales y deben acatarse. Punto.
Otra parece ser la historia que reiteradamente golpea la realidad colombiana. Durante décadas la sangre de nuestros ancestros ha bañado el suelo que hoy pisamos. La incapacidad para tolerar diferentes puntos de vista y el miedo para aceptar los cambios que se obligan en estos días nos sumergió en una historia de horror de la cual aún no hemos despertado. Muerte, destrucción, desamparo y abandono han sido la constante desde hace 70 años. En un momento de hastío un sector mayoritario de la sociedad eligió una propuesta de campaña que prometió el cambio. Aunque su definición se hubiese dado por solo un voto, los principios demócratas que inspiran la carta política determinan que este habría sido suficiente para sustentar el desenlace. Se impone a todos los actores el deber y la obligación de asentir frente al resultado, estén o no de acuerdo con él.
Con todo, algunas declaraciones preocupan sobre la noción de la democracia en el naciente gobierno del cambio. El Sr. Presidente de la República expresó su inconformismo con el balance del proceso democrático y libre que se llevó a cabo en Chile y en el cual se improbó el texto de constitución sometido a consideración del pueblo. La elección adoptada en las urnas chilenas es soberana de sus nacionales y poco o nada le corresponde a un mandatario extranjero discutir sobre su contenido. Es, por decirlo amablemente, una intervención irrespetuosa en la soberanía de una nación hermana.
Sobre un tema diferente, pero con el mismo talante radical se expresó el Sr. Ministro del Interior. La amenaza de movilizar en las calles a los partidarios del ejecutivo para presionar una reforma tributaria que ellos mismos propusieron ante un congreso en el cual el gobierno tiene mayorías, además de ser un sin sentido, nos hace recordar las horas más oscuras de la extinta democracia venezolana, que sepultó en marchas populares manipuladas por el oficialismo el verdadero espíritu de libertad que legó Bolívar.
La cereza en este primer mes de gobierno. El silencio cómplice de nuestra cancillería ante la tiranía que Daniel Ortega ejerce sobre el pueblo valiente de Nicaragua.
Los líderes de los movimientos políticos deben ser conscientes que los mismos postulados que sirven para reclamar la victoria como candidatos, pueden convertirse en una pesada carga durante el gobierno. No importa si los resultados son favorables o no para nuestras banderas, el respeto a las decisiones populares es una premisa que no se discute en ningún país del mundo. Esa es la democracia que sirve.
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