Hay que decirlo sin eufemismos: La “operación especial” de Rusia en Ucrania no tiene como propósito la “desnazificación” de este país. Busca, ante todo, evitar que occidente a través de la OTAN despliegue su armamento en las narices del gigante euroasiático. En otras palabras, pretende trazar una línea roja que evidencie que este coloso no estará dispuesto a ceder en su esfera de influencia en las naciones que antes fueron parte de la URSS.
Pero el buen cobrador es mal pagador. Mientras Rusia para defender su zona de influencia levanta sus armas contra un pueblo incapaz de resistir esta cruenta embestida, lleva décadas conquistando territorios en América Latina y pregonando el derecho de nuestros pueblos a escoger alternativas diferentes al modelo capitalista liderado por Estados Unidos. Vaya ironía: mientras Rusia pregona que los pueblos latinoamericanos pueden arroparse bajo un escenario multipolar, ajeno al país que domina su zona de influencia, a Ucrania no se le permitió defender los mismos derechos para integrarse a la OTAN.
El problema no es nuevo. Desde la antigua Unión Soviética se apoyaron movimientos revolucionarios en nuestro continente. Decenas de estudios han revelado la enorme influencia que tuvo el gigante socialista en las insurrecciones armadas de Cuba, Nicaragua, Honduras, Colombia, Perú y Bolivia. Ante el declive de estos movimientos guerrilleros, el siglo XXI trajo consigo nuevas formas de intervención, más elaboradas y difíciles de erradicar. En efecto, desde el año 2004 hasta la fecha, Rusia ha firmado más de 200 acuerdos de cooperación en temas técnicos, científicos y militares, con países latinoamericanos que han dado un giro hacia la izquierda. Entre ellos se destacan Brasil, Perú, Argentina, Nicaragua, Chile, Venezuela y Bolivia. Estos acuerdos demuestran el enorme interés que tiene la Federación Rusa por extender su zona de influencia en territorios latinoamericanos creando nuevas tensiones geopolíticas al estilo de la guerra fría o de la crisis de los misiles de 1962.
En la actualidad la situación parece profundizarse. En Nicaragua el primer ministro de Rusia, Yuri Borisov, ha expresado que: “Por más de 40 años estamos brindando apoyo tecnológico y militar a su Ejército, y vamos a seguir brindando nuestro apoyo y vamos a seguir trabajando en esta dirección también”
Desde el año 2015, bajo la presidencia de Cristina Fernández, la Argentina viene realizando ejercicios militares con Rusia. Esta relación se ha afianzado al punto que Alberto Fernández, actual presidente de ese país, expresó: “Tenemos que ver la manera de que Argentina se convierta, de algún modo en una puerta de entrada para América Latina, para que Rusia ingrese en América Latina de un modo más decidido”.
La presencia de Rusia en Brasil lleva consolidándose más de 20 años. Desde el año 2004 se vienen suscribiendo acuerdos de cooperación que tienen como propósito estrechar lazos entre ambas naciones al punto que, bajo la presidencia de Jair Bolsonaro, el Palacio de Planalto se abstuvo de condenar la invasión militar a Ucrania y, por el contrario, ha reafirmado su “solidaridad con rusia”.
Para rematar Venezuela. Desde Colombia no tenemos duda que Caracas se ha soportado, en los momentos mas aciagos, en la fuerza rusa e influencia cubana (entendiendo el gobierno insular como un satélite de control ruso). Ejercicios con bombarderos nucleares, y programas bilaterales de armamento, entrenamiento, capacitaciones, alimentos, medicamentos y educación son la constante en el vecino país. Solo hace falta que la lengua rusa escrita en alfabeto cirílico sea incorporada como segundo idioma oficial de Venezuela.
En la actualidad 297 millones de personas de América Latina, el 67% de la población total, viven bajo la influencia rusa. Y seguimos pregonando que somos el patio trasero de Estados Unidos. ¡Que engaño!
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