Juan Álvaro Montoya


La palabra. Qué mágica y aterradora expresión para el escritor. Es un titán indomable al que se acaricia, se contempla, se seduce, pero nunca se fuerza. Es un reto constante que obliga al prosista en una búsqueda incesante, en una introspección que no termina. Es un laberinto mágico donde se extravían ideas y se encuentran sueños. Sólo quien escribe, quien se confronta con un lienzo virgen que debe domar, únicamente quien se subyuga a sí mismo frente al papiro blanco para convertirlo con la sutileza del lápiz entiende la profundidad de este vocablo.
Algunos autores, valientes y tozudos, han resuelto dejar la impronta de su sello en la historia. Ellos se han propuesto, contra todo pronóstico, a hacer de la tarea de escribir una profesión. Para lograrlo han recubierto su espíritu con el sentido de la intemporalidad que dejan en sus páginas. Saben que la más débil de las tintas es mejor que la mejor memoria y por lo tanto son conscientes de que nuestro trasegar no necesita remontarse a Grecia, Roma o Francia para encontrar autores dueños de un estilo único que agrada al lector y abre surcos en los registros de una auténtica literatura colombiana.
En Caldas se ha abierto paso un notable novelista, rico en relatos, que hace uso de un estilo ágil y ameno, que se ha propuesto incrustar su nombre como uno de los grandes de nuestro departamento. José Miguel Alzate se ha batido contras las posibilidades, alzando la bandera del triunfo en cada batalla. En momentos donde la retórica superficial abunda en medios digitales, este hombre audaz se ha posicionado como un escritor serio, maduro, de peso intelectual y de alcance nacional. Sus obras son el resultado de incontables noches de insomnio que acompaña con la lectura de obras espléndidas. Me atrevería a asegurar que en su biblioteca reposan ejemplares únicos con las primeras ediciones en nuestro país del Calila y Dimna, de Baidaba; Variaciones alrededor de la nada, de Leon de Greiff; Fábulas y verdades, de Rafael Pombo; o Los Elementos del Desastre, de Álvaro Mutis. Su obra es fiel testimonio de su denso trabajo investigativo.
Conocí a José Miguel Alzate hace varios años. Mi padre nos presentó en un encuentro rápido. De estampa adusta, ojos penetrantes, voz serena, mente prodigiosa, poseedora de un pensamiento crítico y una lógica insuperable. Lo he considerado como un amigo fiel y un consejero desinteresado en instantes donde la orfandad confundía las ideas. Puedo dar testimonio de que su amistad trasciende las barreras de la vida y la muerte, que carece de mezquindad en sus disertaciones y extiende su mano a quien la solicita.
Ahora, José Miguel nos ha deleitado con su nuevo libro, Historias de un pueblo encantado. He tenido la fortuna de leerlo en medio de un confinamiento forzado, que no esperaba. Me ha acompañado en varias noches y me ha trasladado a otras laderas, donde se percibe el fresco olor del campo, el sabor de la fruta madura y la acidez inconfundible del café. Gracias a sus páginas pude conectarme con el padre Tamayo, con Tinita Gómez, con el amor tormentoso de Rubén Darío, con la tristeza de un niño vulnerable, con Gabo, con las anécdotas en torno a la Tortuga Teresa o con las proezas de Esperanza Moscote para huir de una cruel estela de violencia en el Caquetá.
Al terminar Historias de un pueblo encantado no puedo dejar de pensar en los Doce cuentos peregrinos de nuestro Nóbel. Me ha dejado el mismo sabor. Es un deseo por leer más y hacer un viaje intelectual en medio de este letargo. Es una pieza que hará parte del registro cultural de Caldas, y que se sembrará en la tradición de San Rafael de los Vientos, que no es otro que Aranzazu. Con beneplácito recibimos este hijo suyo.
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