Juan Álvaro Montoya


Servir a través de una posición de autoridad es un honor. Para el funcionario dedicado, aquel que no ve en el presupuesto oficial su caja menor, el que descubre en su trabajo su verdadera vocación de entrega a las comunidades; ubicarse en una esfera de mando es un privilegio que busca retribuir con esmero.
Pese al deseo de los malquerientes de turno – que nunca faltan –, creo firmemente que en Colombia prevalece una tipología de servidores públicos comprometidos, honestos, diáfanos en el manejo de las arcas públicas y que asumen con esmero sus labores, que no son la excepción sino la regla. Sin duda alguna se puede afirmar que en su mayoría se levantan cada mañana buscando entregar toda su vitalidad para lograr resultados que impacten positivamente la sociedad, que transformen la vida de los habitantes de nuestros territorios y que permitan dejar un legado positivo para las próximas generaciones. Ellos se alejan radicalmente del personaje oscuro, que camina por las sombras, que maquina para llenar sus bolsillos o que urde planes para socavar ilícitamente el patrimonio del Estado, erigiéndose como un arquetipo funesto que se ha construido en torno a los escándalos que han dejado lacerada el alma colectiva de nuestra nación. Por fortuna estos malandros son la excepción y, como un cáncer, debemos extirparlos del armazón gubernamental sin contemplaciones.
Sin embargo, pese a su honorabilidad muchos servidores terminan involucrados en lamentables procesos sancionatorios de incidencia fiscal por fallas en los procedimientos que requieren implementar al interior de las entidades de gobierno. Conceptos como planes de acción (PA), planes anuales de adquisiciones (PAA), certificados de disponibilidad presupuestal (CDP), certificado de registro presupuestal (RP), líneas de acción, mecanismos de control eficiente, modificaciones a las matrices de seguimiento, reportes en sistemas de control, registros de novedades contractuales en el SECOP, estudios sectoriales, estudios previos, actualización de indicadores de gestión, encuestas de satisfacción al usuario y un sinnúmero de aspectos procedimentales existentes en cada organismo, resultan tan extraños para aquellos empleados que ostentan un conocimiento técnico y especializado en el área que desempeñan que terminan arriesgando su propio pellejo en aras del ejercicio de una función legal o reglamentaria.
Según la información publicada en la página web de la Contraloría General de la República, hasta agosto de 2021 se registraban 831 Planes Nacionales de Vigilancia y Control Fiscal (PNVCF) de los cuales solo 49 se originaban en denuncias ciudadanas. Es decir, dentro de esta categoría existen 782 PNVCF que pueden repercutir negativamente en los empleados oficiales y cuyo origen no se refiere a hechos punibles cometidos sino a errores procedimentales que pueden conllevar un detrimento patrimonial al Estado y desde luego un daño personal al responsable de la entidad.
Esta situación no es más que una falla ostensible en la forma como se administran los recursos en nuestro país. La erogación de ingentes sumas es realizada bajo la orden de un funcionario que, en muchas ocasiones, carece del conocimiento, experticia, tiempo o habilidad para ahondar en aspectos relevantes de la gerencia pública. Y no es para menos. Es ideal que los cargos directivos sean ocupados por personas de las más elevadas cualidades éticas, académicas y técnicas lo cual no implica, de suyo, convertirse en un magíster en gestión pública eficiente, que conozca íntimamente el andamiaje del complejo sistema presupuestal de los fondos oficiales. En la actualidad el director de una institución pública necesita ser un experto en el sector al cual pertenece su despacho (salud, educación, transporte, energía, gobierno, etc.), asumir complejos procesos de diálogos sociales, trazar el lineamiento estratégico que conlleve la consumación de los compromisos de la entidad, velar por el cumplimiento de los deberes misionales de la corporación, atender siempre los requerimientos de los órganos de control, cuidar por la efectividad de su gestión y, además, convertirse en un gerente eficaz que se mueva como pez en el agua en una estructura que busca la profesionalización de los administradores públicos. Son muy pocos los que cuentan con todas estas cualidades de forma holística.
Es hora de replantear este anacrónico modelo de gestión y considerar como sociedad la conveniencia de dividir la dirección de los despachos oficiales para delegar la administración del gasto en profesionales en el manejo de la cosa pública, a través de una gerencia eficiente que no dependa del vaivén de los resultados electorales. ¡Una quimera para soñar despierto!
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