Juan Álvaro Montoya


Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aún hasta setenta veces siete. (Mateo 18, 21-22)
Un mundo de matices comporta el perdón. Idealmente se debe encontrar precedido por una profunda convicción de atrición, de tristeza y de lamento que son los mensajeros que pregonan una verdadera actitud de cambio. Para que florezca completamente es menester bañar el suelo con lágrimas que brotan del alma, podar sus ramas con el filo del llanto y abonar su tierra con una sangre que sea el reflejo de una persona nueva.
Perdonar es un acto de humildad. Es saber que somos titulares de un “yo, pecador” que clama desde lo hondo por una paz que no se encuentra en el rencor, el dolor o la venganza. Quien exculpa sabe que él también se ha equivocado, que sus fallas no son menores que las de sus semejantes y que esa sed de justicia puede transmutarse en un pedido de misericordia. Quien conoce el perdón comprende que al hacerse más pequeño se hace más grande, pues se ubica espiritualmente sobre aquel que le ha ofendido y abate sus fortalezas emocionales para dar paso a la reconciliación como mensajera de una simpatía sincera. Poco incumbe si se trata de la mujer que encontró a su marido acariciando con dulzura el rostro de una desconocida, o el hombre que fue traicionado por su amigo de infancia en el proyecto en el cual depositaron todos sus sueños, o el adolescente que conoció la orfandad a manos de ese primer amor que resultó esquivo, o el padre que sintió la traición de un hijo que le sojuzgó sin conmiseración y se ufanó de su maldad, o la víctima que debe encarar al victimario para que este asuma su yerro. Para continuar la existencia es necesario declinar en el orgullo, bajar la cabeza con dignidad, aceptar el destino y admitir que en lo profundo de nuestro corazón es el “ego” el que sufre y que sin importar lo que el otro haga, el perdón siempre será una opción.
Pero el camino para alcanzar el perdón no es fácil. Miente quien así lo pregona. Su sendero se encuentra atiborrado de cardos, abrojos y espinas, de tropiezos y piedras, de orgullo y vanidad. Quien lo transita se hastía de dolor, de amargura y de un sufrimiento que lo invita a abandonar sin demora cualquier disposición hacia la nobleza o altruismo e irónicamente hacer de la represalia y el odio una poderosa razón para vivir.
El perdón también es una muestra de amor. Quien cobija sentimientos de bondad en su corazón tolera con mansedumbre las ofensas, los insultos o las diatribas que se levantan injustamente en su contra. Las deja pasar como hojas al viento que un día son y al siguiente dejan de ser. A través de la clemencia expresa con hechos y no con palabras que su interior se encuentra lleno de ternura y que no subsiste ofensa que la misericordia no alcance.
Pero prevalece una condición para permitir que la experiencia transformadora del perdón toque nuestra vida: Debe estar precedido del arrepentimiento. Quien goza del elíxir que brota de las fuentes de la piedad sin darse cuenta del tesoro que alberga entre sus manos, lo dilapida, lo esparce y finalmente lo gasta inútilmente. El perdón no es una licencia para herir al otro, no es un permiso para humillar, vilipendiar o maltratar al semejante ni mucho menos un mantra que se repite de manera insistente sin percatarse de su verdadero contenido. Quien lo solicita debe asentir en sus faltas, asumir sus fallos y estar dispuesto a reparar el daño causado, a secar las lágrimas de sus víctimas y compadecerse con la agonía de sus semejantes.
Tal vez después de ello los victimarios, que abundan en nuestra patria, puedan comprender que pedir perdón no es un acto protocolario y que el reconocimiento no debe ser para quienes se tiñeron sus manos de sangre sino para quienes estuvieron dispuestos a limpiarlas.
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